Fue una pianista clave, esencial en la interpretación, rigurosa, sensible, ajena a cualquier tipo de dengue, de elongación, de blandura, de la música española más relevante. Alcanzó una rara perfección sobre todo en el acercamiento a las páginas salidas de la inspiración de los compositores de finales del siglo XIX y principios del XX, con Albéniz, Granados y Falla en cabeza, aunque extendió su magisterio a sucesores como Turina o Montsalvatge.
Fue una niña prodigio – término que siempre rechazó– , que se sentaba al piano ya desde los tres años. Muy pronto halló su camino tras tomar contacto con Frank Marshall, discípulo directo de Granados y continuador de su escuela pianística, que supo ir modelando el talento musical de la jovencita sin prisas hasta convertirla en una gran pianista. Se entregó enseguida casi por completo a su vocación: estudio constante, viajes continuos, actuaciones en las más diversas partes del mundo. Años y años de carrera, casi sin tiempo de ver a sus dos hijos, niño y niña. Su profesión era lo más importante. Hasta extremos casi enfermizos. La pequeña, Alicia Torra Larrocha, contaba que su madre se empeñó en realizar una grabación en estudio cuando estaba a punto de traerla al mundo. Eso sí, con una comadrona al lado.
Alicia de Larrocha (1923-2009) había interpretado su primer concierto a los seis años, en la Exposición Universal de Barcelona. A los once fue su primera actuación oficial tocando con la Orquesta Sinfónica de Madrid de Fernández Arbós. Desde 1939 empezó a salir al extranjero y a codearse con importantes orquestas. Su gira por los Estados Unidos con la Orquesta Filarmónica de Los Ángeles dirigida por Alfred Wallenstein fue el espaldarazo definitivo. Importante fue también el apoyo del gran pianista Arthur Rubinstein. En 1950 se casó con el también pianista Juan Torra, que dejó su carrera para acompañarla y llevar sus cosas. Al morir Marshall en 1959 ocupó el puesto de directora de la Academia Granados.
Su relevancia como intérprete, y no solo de música española, fue especialmente apreciada en los Estados Unidos. Y de ello nos ilustra la opinión del reconocido crítico del New York Times Harold Schonberg, que escribió en 1968: “Tres grandes pianistas han tocado en el Carnegie Hall en las últimas semanas, Michelangeli, Horowitz y Larrocha, y Alicia no es la menor de los tres”.
Su recital fue al parecer impresionante. Lo destacaba uno de los mejores amigos de la pianista, Gregor Benko, fundador, junto a Albert Petrak de los Archivos Internacionales de Piano, que resaltaba también el gracejo de la artista. Y contaba con mucho humor su primer encuentro con ella después de un recital Granados en 1967. Al finalizar el concierto Benko y un amigo, William Santaella, fueron a visitarla y este último le dijo: “Señora De Larrocha, me parece una osadía decirle qué es lo que encuentro tan asombroso en su manera de tocar, y prométame que no se ofenderá si se lo digo”. “Le prometo que no me molestaré”, contestó ella. “De acuerdo, bueno, usted toca ¡con cojones!”. Alicia, con una sonrisa traviesa, respondió en inglés: “Sí, ¡eso es! ¡Tiene razón, eso es lo que yo quiero en mi manera de tocar… Balls!”.
[Homenaje Judith Jáuregui a Alicia de Larrocha]
de lo que no hay dudaes de que la pianista imprimió un nuevo sesgo de autenticidad a la interpretación de la música española, que venía siendo tocada por otros pianistas como Ricardo Viñes de forma un tanto superficial, con una estética que algunos malintencionados definían como de “viñetas de salón”. El propio Benko señalaba que uno de los secretos de Alicia era el ritmo. Algo que la mezzo Conchita Supervía, también barcelonesa y que había conocido a la niña De Larrocha, tenía muy claro: “En la música española un rallentando es el mayor lujo que uno se puede permitir, y eso solo en contadas ocasiones”.
No hay duda de que Marshall había orientado a nuestra pianista por esos caminos y que la imbuyó del extraordinario colorido del piano de Granados, algo que ella asimiló, lo que favoreció una aplastante facilidad de ejecución, cosa insólita en una persona de mano tan diminuta, capaz, gracias a los exigentes ejercicios impuestos por el maestro, de abarcar, sin problemas graves, una décima. Siempre se alabó su fraseo nítido, bien construido, nacido de un enérgico, conciso y seco ataque a la nota.
Las dificultades polifónicas de la Iberia de Albéniz, por ejemplo, sus complejas texturas, su esquinada acentuación, pero también sus aspectos cantabile y, por supuesto, su dimensión impresionista, alcanzaban una inesperada plenitud en sus múltiples interpretaciones. El toque ágil, a veces alado, pulcro, le servía también para acercarse a Mozart con mucha propiedad y nitidez, ajena a un prerromanticismo aún en sazón.
La concentración que afilaba y sustanciaba el canto, en un difícil equilibrio entre las técnicas del staccato y spianato, gobernaba asimismo su acercamiento a la obra de Beethoven; o de otros compositores decididamente románticos, como Mendelssohn, Schubert o Schumann. Tuvimos buena muestra de ello en una histórica sesión de Grandes Intérpretes de Scherzo de 1996 en la que concurrían esos autores. Para cerrar es revelador recoger esta afirmación de la propia pianista, que define en buena medida su credo artístico: “No me mueve actuar ante el público, es la misma música la que me mueve”. Y ello se revelaba singularmente en su manera de acercarse a la española, de la que era, y seguirá siendo en el recuerdo, la gran intérprete del siglo XX.