De llevar la imaginación al límite mismo de lo imposible, quizá conseguiríamos un fiel retrato robot de la fisonomía que tendría hoy Jim Morrison (Melbourne, Florida, 1943-París, 1971). ¿Robot? Quizá con la inteligencia artificial resultaría muy fácil poner canas a un pelo que no sabemos si se habría caído y arrugas a una cara que quizá tuviera sorprendente parecido al que hoy luce Kris Kristofferson. Ni tan mal, que se diría ahora.
Jim Morrison, el gran rebelde del rock, producto cultural y sociológico de los sesenta junto a nombres como Janis Joplin o Jimi Hendrix, fue algo más que la cara y la voz de los Doors, grupo de inspirados y cultos músicos como Ray Manzareck (teclados), Robbie Krieger (guitarra) y Johns Densmore (batería) que dieron posiblemente los temas más hondos de aquella convulsa época.
Alberto Manzano, en su impagable Cuando la música acabe apaga las luces (Cúpula) señala sobre sus influencias que el cerebro de Morrison era un hormiguero de ideas: "La noción romántica de la poesía inglesa toma posiciones, la tragedia predestinada de los filósofos griegos se enrosca en circunvalaciones cerebrales, la locura, la adicción a las drogas y el alcoholismo de sus héroes poéticos -Charles Baudelaire, Dylan Thomas, Brendan Behan, Arthur Rimbaud-, el análisis de Nietzsche sobre las actitudes morales hacia la vida, el nihilismo de Schopenhauer, la rebeldía de los poetas beat".
Cuanto más veía y experimentaba, según Alberto Manzano, más escribía; y cuanto más escribía, más parecía comprender
En definitiva, concluye Manzano, todos aquellos escritores e intelectuales, surgidos de las generaciones de posguerra, que promovieron una revolución cultural en la que Rimbaud y Blake eran indispensables: "Todas esas páginas se convierten en un espejo donde Morrison se ve reflejado. Y se está convirtiendo en un escritor. Sigue leyendo cualquier cosa que cae en sus manos de los beatniks, a los que ahora se suman William Burroughs, Kenneth Patchen y Michael McClure. Exprime la obra de mentes desafiantes". Cuanto más veía y experimentaba, añade el autor de Aleluya, más escribía; y cuanto más escribía, más parecía comprender.
Si salieron o no aquellas letras de la psicodelia o de las rutas lisérgicas del ácido poco importa. Light My Fire, Strange Days, When the Music’s Over, Break On Through (To The Other Side, Alabama Song, The End, Spanish Caravan, Summer’s Amost Gone, L. A. Woman, Riders On the Storm o An American Prayer son un testimonio del íntimo alcance que tenía aquella actitud inconformista que simbolizaba Jim Morrison a través de una música que hilvanaba el blues y el jazz con el rock que en aquellos momentos cruzaba sin frenos la Ruta 66.
"Me gusta cantar blues -reconocería Morrison-, esos desmadres largos y sin bridas que no tienen ni principio ni final concreto. El blues crea una atmósfera especial en la que puedo improvisar a mi aire. Prefiero este tipo de música a una auténtica canción".
[Jim Morrison, la celebración del Rey Lagarto]
Jim Morrison dejó un bonito cadáver y la duda de cómo sería su aspecto con 80 años. Gracias a la longevidad de Kristofferson, insistimos gracias a su parecido, el algoritmo se nos antoja un artificio innecesario. Nos resulta más práctico recurrir a la genética del músico y actor de Texas para saber la dignidad con la que estaría en este mundo el bueno de Morrison si no se hubiera ido a París a morir en una bañera buscando a su pareja Pamela Courson, la “señora Morrison”, como le gustaba llamarse. “Fiel a su propio espíritu”, se lee en su siempre concurrida tumba del cementerio de Père-Lachaise.
Creemos que no habría otra leyenda mejor para recordar a un “octogenario” Jim Morrison, seguramente ajeno ya a la lejana revolución que inició en aquellos años en los que Venice Beach (California) se convirtió en la tierra prometida.