A las diez y veinte de la noche, cuando el móvil nos avisaba de una “alerta severa por altas temperaturas” (31º grados se leían en la pantalla a pesar de que ya había oscurecido) y un público ansioso de ver a su ídolo empezaba a impacientarse apretujado en la pista (más calor aún), por fin apareció James Blake (Londres, 1988) sobre el escenario de las Noches del Botánico de Madrid.

Ahí estaba ese muchacho (lo seguirá siendo quién sabe por cuánto tiempo, aún con esa pinta de niño bueno de colegio inglés a sus 35 años) que allá por 2010 puso patas arriba lo que hasta entonces entendíamos por música electrónica, R&B y canción de autor. Tres corrales cuyas vallas derribó para que su creatividad pastara libremente en ignotas praderas. 

Y ahora ha añadido un nuevo estilo a sus dominios: una versión personalísima del hip hop, lo que le ha llevado a colaborar con algunos de los raperos más destacados del momento, como Travis Scott o Lil Yatchy, con quien acaba de publicar conjuntamente el disco Bad Cameo.

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Salió Blake acompañado de otros dos músicos. Él a la derecha del escenario, sentado a los teclados, sintetizadores y vocoders; otro en el centro marcando el tempo y el ritmo con una batería híbrida (con elementos electrónicos y acústicos) y otro a la izquierda a los mandos de más teclados, sintetizadores modulares, guitarra y bajo. Bien avanzado el concierto diría: “Estamos orgullosos de poder decir que somos una banda de música electrónica 100% en directo. Muchas veces veis en el escenario un ordenador portátil que marca el ritmo a todo lo demás. Nuestro ordenador es él”, dijo señalando al baterista, que se llevó una sonora ovación.

Acostumbrados cada vez más a un concepto de live en el universo de la música electrónica en el que a veces lo que realmente se ejecuta en directo es una mínima parte de lo que llega a oídos del espectador, se notaba, ciertamente, que aquí no había un metrónomo digital llevando la batuta. El resultado es una música electrónica más humana, que respira, late y camina, que juguetea con el tempo, aunque haya que pagar el peaje de ligeras faltas de sincronía en algunos pasajes.

James Blake durante su concierto en las Noches del Botánico de Madrid, este jueves. Foto: Noches del Botánico/Fer González

El concierto arrancó con el público peleándose por ver quién quería más a su héroe, entre gritos de “guapo”, “te quiero” y “yo te quiero más”. Blake tocó unos cuantos acordes, paró en seco para saludar (como si de repente se diera cuenta de que no lo había hecho, o quizá porque algo no había salido como esperaba en esos primeros compases) y volvió a arrancar. 

Lo hizo con “Loading”, de Playing Robots Into Heaven, su álbum más reciente si descontamos el mencionado Bad Cameo. Después interpretó "Mile High", grabada con Travis Scott, y después dijo: “Hace mucho que no tocamos aquí, así que tendremos que tocar algo del material antiguo”. Dicho y hecho: cambio a rojo en la iluminación (por cierto, “también completamente en directo porque no hay nada con lo que sincronizarla”, explicó Blake) y las primeras notas de ese insuperable riff de piano que anunciaba “Limit To Your Love”, su primer éxito indiscutible, que puso al público más eufórico de lo que ya estaba.

Sonaron después “Life Round Here” y “CMYK”, también de sus primeros discos. En ese tramo del concierto se hizo notar el pequeño talón de Aquiles de Blake: acumula tantas capas de sonido y tantos cambios abruptos que a veces es difícil conectar emocionalmente con unas composiciones que parecen hechas por acumulación de fragmentos que no parecen tener mucho que ver entre sí más allá de la armonía.

A veces también, quizá con la intención de epatar, peca de un exceso injustificado de graves que llegan a dañar físicamente el oído (aún recordamos cómo este retumbar infernal hacía nevar pelusas desde las molduras del techo de la sala Kapital en su concierto de 2013).

En cambio, la conexión es inmediata cuando se despoja de tanto aparataje y se desnuda como baladista a piano y voz. Así ocurrió con la hermosa “Say What You Will”, para la que pidió al público que hiciera coros. Aunque parecía no confiar mucho de entrada en las dotes del respetable, quedó visiblemente sorprendido con el resultado.

Y, sin duda, el momento más especial del concierto llegó cuando Blake anunció una versión de “uno de sus temas favoritos” de todos los tiempos, que en realidad fueron dos: empezó con “Hope She’ll Be Happier”, de Bill Withers, y el público enloqueció al identificar las agudas notas de guitarra de “No Surprises”, ese tema inmortal de Radiohead.

Después tocó “Thrown Around”, una canción que se suma a la oleada de nostalgia de los años 90 (si obviamos su voz, parecería de Fatboy Slim) y que vio la luz hace tan solo un mes. Sonaron también “Tell Me”, “Voyeur” antes de demostrar que su padre, “su mayor seguidor”, hizo bien al “gastarse sus últimos peniques” en clases de piano para el pequeño James. Lo hizo con otros baladones de piano: sus magníficas versiones de “Godspeed”, de Frank Ocean, y “A Case Of You”, de Joni Mitchell.

Y entonces llegó el turno de “Retrograde”, otra joya indiscutible de su repertorio, la que reúne todas sus cualidades: una voz profundamente conmovedora, sensibilidad al piano y la contundencia de sus graves infinitos y sus sirenas de alarma nuclear. Cuando elementos tan dispares se combinan así de bien, no queda más que rendirse al talento de ese muchacho de Londres que aún nos tendrá pendientes de lo que haga por muchos años más.

Quedaban aún un par de bises, pero lo importante acababa de suceder. Este viernes Blake ha regresado a la carretera, rumbo a Barcelona, donde actuará en el décimo aniversario del Vida Festival.