La Orquesta de París va a dedicar lo que queda de este año y el siguiente a festejar el bicentenario del nacimiento de Berlioz. Una de las medidas de salida ha sido grabar esta célebre Sinfonía. Y lo ha hecho con el que es ahora, desde fines de 2000, su responsable musical, Christoph Eschenbach, uno de esos pianistas que un buen día decidieron lanzarse al ruedo de la dirección de orquesta. Eschenbach es un buen profesional, pero demuestra una vez más que no pasa de ahí. Carece de imaginación, de “fantasía”, algo grave para gobernar una partitura que la necesita como el comer. Lo que escuchamos es una versión bien tocada, aceptablemente grabada, pero exenta de fuego, de temperatura. Echamos de menos esa alucinación, esa locura que nimba en estos pentagramas y que estaba presente en versiones antiguas, y todavía de muy buen oír, como la de Argenta y la de Mönch, que dirigían respectivamente a la Orquesta del Conservatorio y a la que luego fue su heredera, precisamente la de París. Nada que ver.