Segunda vez que Harnoncourt se sitúa ante la Filarmónica en el concierto de Año Nuevo. Por razones familiares y de formación, el director ha estado muy conectado con la danza. Y se nota en la manera de acentuar, de jugar hábilmente con la agógica, de emplear los ritardandi y el rubato. Pero estos pentagramas requieren a veces también dosis de sensualidad -en la sonoridad y en el acento- y humor. Harnoncourt resulta casi siempre en exceso severo y algo seco. Se escucha todo, desde luego, porque es un músico muy cuidadoso de los planos. Soberbias construcciones sinfónicas de piezas como el Vals del Emperador, el del Bello Danubio azul, o las polkas Bauern y Niko (Johann Strauss II) o del Vals Delirios y la Polka Pele-mele (Josef Strauss). Novedades son la Introducción al vals de Weber/Berlioz y dos danzas húngaras (5 y 6) de Brahms. Todo está muy bien, la orquesta, como es habitual, toca como los ángeles. Pero echamos de menos, por ejemplo, la gracia de Boskovski y la elegancia y donosura de Kleiber.