Aimard era hasta ahora conocido por sus acercamientos a la música contemporánea tras su colaboración con el Ensemble Intercontemporaine y particularmente su dedicación a la obra pianística de Messiaen. Nos sorprende agradablemente su aproximación a Beethoven. Encontramos por otra parte a un Harnoncourt menos agreste, menos violento, que practica unas texturas y unos acentos finos y matizados. Lo que escuchamos es una recreación de suaves pero nítidos perfiles, sabiamente regulada y excelentemente detallada en fraseo y articulación. La visión es sin duda de un rotundo clasicismo, de una notable limpieza. Se sitúa en ese camino lógico que pasa por Haydn y Mozart. Esta óptica nos permite seguir, por ejemplo, una cristalina reproducción del Concierto nº 4, siempre tan difícil de situar estilísticamente. El piano, aquí y en las demás partituras, es leggero en extremo. Aimard ha encontrado en estas composiciones una buena piedra de toque para su técnica límpida y su sonido claro. Se luce en pasajes difíciles como las famosas octavas del primer movimiento del Emperador. Todo fluye natural, sin esos constreñimientos que a veces atenazan o crispan el arte del director, que ha sabido integrar perfectamente el teclado y el tutti. Nada de énfasis: naturalidad y transparencia.