María Callas en la piel de Alceste (1954). Foto: Erio Piccagliani

Se diría que la compañía Warner ha sometido a Maria Callas a una operación de cirugía estética. Tanto por el esmero con que se han pulido las imperfecciones de sus discos como por la manera en que el proyecto de la "restauración" nos la presenta en la portada casta y pura. De hecho, el compendio de 18 arias con que se "resume" la colección -39 grabaciones, 69 discos, 20 años de ejecutoria- conlleva una imagen aséptica, estatuaria, de la cantante y un título un tanto mojigato: Pura.



Entiendo que es un recurso simbólico para familiarizarnos con los trabajos de "purificación" realizados en el templo londinense de Abbey Road. Fue allí donde la soprano griega concibió sus principales grabaciones y donde ahora se han puesto a cavilar los ingenieros para limpiar de impurezas los masters originales, naturalmente procurando evitar que la asepsia perjudique el desgarro genuino de la cantante. Que nunca fue pura.



Ni pretendió serlo. Maria Callas fue una personalidad dionisiaca. Fue y es, precisamente porque esta ambiciosa operación de lifting and recording confirma que la saturación y la desorientación del mercado discográfico no compromete la vigencia del "monstruo". Callas se conserva en estado de permanente actualidad. Ninguna colega ha ocupado su puesto. Ni puede que tenga el valor de hacerlo si pretende medirse con la colección de Warner, elocuente y enciclopédica respecto a la versatilidad de la soprano.



Callas la verista. Callas la belcantista. Callas la wagneriana. Callas la verdiana. Callas la francesa. Y Callas la rossiniana, pues la asiduidad de la diva en los papeles dolorosos también se concedió ocasiones para divertirse, aunque cueste trabajo encontrar los documentos inequívocos al respecto. Le sucedía a Greta Garbo. Por esa razón conmueve la carcajada de la actriz en aquel pasaje de Ninotchka, como enternece la sonrisa de la Callas en el recital de París que ella misma inauguró con Una voce poco fa.



El aria de El barbero de Sevilla aparece en la colección, igual que lo hace la ópera entera. Warner se ha propuesto publicar una edición exhaustiva, definitiva a partir de sus derechos sobre el catálogo original del sello EMI, asumiendo las ventajas de la tecnología en el ámbito de la restauración. Pongamos por caso la memorable Tosca (1953) que Maria Callas concibió a las órdenes de Victor de Sabata. Sucede que unos instantes antes de escucharse el aria de Vissi d'arte se aprecia la inconveniente "intoxicación" de un amplificador. Hay que afinar mucho el oído, pero el software disponible consiente depurar la imperfección sin comprometer la voz ni el sonido de la orquesta, pretendiendo que "Maria Callas suene más humana".



Es la descripción un tanto propagandística que hace el ingeniero Allan Ramsay, quizá subestimando que Maria Callas siempre se nos ha presentado profundamente humana. Y no sólo por el desgarro y el dolor que podamos compartir, sino por todos sus errores e imperfecciones. Que se lo digan a Giulini cuando llevaron a cabo La Traviata en la Scala de Milán. Tanto se implicaba la soprano con la agonía de Violetta Veléry que el sobreagudo del último aria terminaba calándosele.



"Me estoy muriendo", objetaba a su favor la cantante. Y no porque estuviera muriéndose, sino por su implicación absoluta con el personaje. Y porque cantar humanamente significa errar humanamente. Este aspecto parecen no haberlo entendido sus detractores. Someten a Maria Callas a una especie de prueba de laboratorio, anteponiendo sus problemas ocasionales de afinación, de titubeo en los agudos, de brusquedad tímbrica o de estilo, al estado de pathos que proporcionaba.



Los discos son un documento inequívoco. Por un lado resulta frustrante no experimentar la sugestión que incitaba su presencia escénica, pero las grabaciones proyectan su densidad y su magma creativo. Abruman y convierten al oyente en un cómplice necesario. Maria Callas no permite que se le escuche contemplativamente. Callas secuestra, exige implicarte en su drama. Drama porque Maria Callas acudía al teatro para morir todas las noches. Unas veces como Tosca, arrojándose al Tíber. Otras ejecutada, como la Maddalena de Andrea Chénier. Y tantas veces, tantas, escarmentada por el destino en un laberinto de malos presagios.



Y es entonces cuando se produce la sobreexposición de la cantante y del personaje. Maria Callas es un icono del siglo XX, igual que Elvis Presley. Y su dimensión comercial no puede sustraerse al impacto morboso de sus existencias, con el guión perfecto del desengaño de Onassis, la muerte prematura, las contradicciones en que incurren sus biografías "definitivas".



Más pretendemos acercarnos a ella, más lejos estamos de la verdad, así es que la mejor manera de conocerla es acaso el prodigioso fenómeno discográfico que representa. Callas resulta una cantante extraordinariamente fonogénica, más o menos como si la densidad de sus grabaciones nos la personificara. Callas trasciende. Se nos aparece.



De ahí los peligros que pudieran comportar una terapia de "estiramiento" demasiado agresiva. Los ingenieros de Warner se exponían a edulcorarla, pero el trabajo resultante en Abbey Road puede considerarse incruento. Y positivo, muy positivo, cuando se trata de purificar algunas grabaciones en vivo que se resienten de la precariedad de las tomas sonoras con que fueron concebidas.



Se trata de extrapolar al sonido la idea de la alta definición en imagen. Han desaparecido de los discos el jaleo de las Vespas que transitaban por la Scala y el estruendo del metro en la parada londinense del Kingsway Hall. Se ha atenuado el eco del algunos vinilos, de forma que la resurrección de Maria Callas cantando Casta diva consiguió arrancarle unas lágrimas al ingeniero británico Robert Gooch. Que trabajó con ella hace medio siglo. Y que la sintió como si estuviera a su lado.