Cuando alguien alcanza el estrellato, las expectativas de la prensa y del público pueden convertirse una pesada e incapacitante losa mental. Que se lo digan si no a Simone Biles, la gimnasta estadounidense de 24 años que hace unos días tiró la toalla en la final de los Juegos Olímpicos de Tokio por culpa de la presión psicológica. Su caso nos viene hoy a la cabeza mientras escuchamos Happier than Ever, el recién publicado y esperadísimo segundo álbum de Billie Eilish. La cantante y compositora se convirtió en la gran revelación musical de 2019 con su primer álbum debut, When We All Fall Asleep, Where Do We Go?. Con él cosechó tres premios Grammy, entre ellos el de mejor álbum del año, y se puso el listón altísimo. Ha actuado en los festivales de música más importantes, ha sido número uno en muchos países y tiene casi 50 millones de oyentes mensuales en Spotify.
La comparación entre Biles y Eilish parece pertinente porque son jóvenes de enorme talento sometidas al escrutinio público de millones de personas, que desgraciadamente suele ser más severo cuando se trata de mujeres. Además, deporte y música tienen más que ver entre sí de lo que parece, ya que son dos patas de la industria del espectáculo que alimenta sin descanso a un público voraz. Eilish, aún más joven que su compatriota atleta —19 años, aunque parezca mentira—, no parece que vaya a sucumbir por ahora a esa presión —rezamos a la diosa Euterpe para que eso no ocurra—, pero eso no significa que no ha tenido que aprender a lidiar con el creciente peso de la fama —con acosador trastornado en la puerta de su casa incluido—. De todo ello habla precisamente en este nuevo disco. También de cómo ha tenido que aprender a madurar a marchas forzadas al mismo tiempo que se convertía en una estrella mundial.
Sobre estos temas incide, entre solemne e irónica, sobre todo en la canción que abre el disco, "Getting Older", y en la pieza titulada "Not My Responsibility" —más discurso que canción—, donde nos invita a reflexionar sobre otros asuntos como el machismo, la sexualización de las artistas femeninas y el enjuiciamiento continuo de sus palabras, sus actos o su aspecto físico.
En Happier than Ever encontramos más a menudo la versión más susurrante e introspectiva de Eilish —en la línea de la canción que publicó junto a Rosalía, "Lo vas a olvidar", o de la que probablemente sea su mejor canción hasta la fecha, "everything i wanted"— y vemos menos su lado más gamberro que la dio a conocer mundialmente con “bad guy” (hay excepciones como “Oxytocin”, uno de los mejores cortes del disco, destinado a romper pistas de baile). Las portadas de ambos discos corroboran el cambio de tono: ya no es esa niña endemoniada de pelo negro con mechas de colores, ojos en blanco y sonrisa luciferina al borde de la cama, sino una diva de aire atormentado que mira al infinito con una lágrima deslizándose por su rostro, refutando de inmediato el título del álbum. “Soy más feliz que nunca, o al menos eso intento”, canta en “Getting Older”. Lo cierto es que, como ella misma dijo recientemente en una entrevista para Rolling Stone, “casi ninguna de las canciones de este álbum es alegre”.
En lo estrictamente musical, destaca el eclecticismo en la producción: cada canción es un mundo, e incluso encontramos varios mundos en cada canción, con cambios repentinos de tempo, ánimo y estilo. Todo hilvanado por esa voz aérea y delicada, multiplicada en capas, que encaja sorprendentemente bien con cualquier enfoque elegido, ya sea una guitarra acústica, un cálido piano o una combinación elegante de arreglos electrónicos, donde podemos encontrar texturas tintineantes, ráfagas de sintetizadores ásperos, patrones de percusión minimalistas y subgraves potentes que inundan el espacio sonoro.
La diva pop de la generación Z no puso un pie en el siglo XX —nació en 2001, cuesta hacerse a la idea—, pero demuestra tener un amplio conocimiento del legado musical del último medio siglo, que incorpora naturalmente a sus composiciones. Su sonido es rabiosamente contemporáneo, asume las herramientas, técnicas y tendencias estilísticas de la producción actual de música urbana, pero junto a ellas conviven en armonía referencias a la bossa nova (“Billie Bossa Nova”), de soul y rhythm and blues (“my future”, en la que nos hace recordar a la desaparecida Amy Winehouse, aunque sus voces tengan rasgos bien distintos), de trip hop (“Lost Cause”), de balada power pop (la segunda mitad de “Happier Than Ever”) e incluso encontramos un ritmo lento de vals (“Halley’s Comet”).
En la producción vuelve a ser imprescindible, como en toda su trayectoria desde que publicó su primera canción en Soundcloud a los 14 años, la colaboración de su hermano mayor, Finneas. “No podría pedir un mejor hermano y colaborador, eres mi mundo entero y no podría hacer nada de esto sin ti”, le ha agradecido Eilish en su cuenta de Instagram.
“Esta ha sido la experiencia más satisfactoria y profunda que he tenido jamás con mi música”, asegura la artista. “He crecido mucho durante el proceso de hacer este álbum y experimentado mucha autorrealización e introspección”. Y antes de lanzarlo al aire, una petición a sus seguidores: “Por favor, cuidad de este proyecto, porque significa el mundo para mí”.