Ante todo hay que resaltar la milagrosa naturalidad, la aparente espontaneidad que emana de los acercamientos de Klaus Mäkelä (Helsinki, 1996) a esta música tan suya, que seguramente ha mamado desde su más tierna infancia. Recordemos que en su familia ha habido y hay profesionales del arte de los sonidos y que él tuvo la primera batuta en su poder a los 12 años. No fue mala guía la que tuvo al lado del veterano Jorma Panula, una auténtica institución, que hasta hace muy poco dirigía en El Escorial un curso veraniego de dirección.
Su entendimiento de los pentagramas de Jean Sibelius queda claro tras escuchar estas magníficas interpretaciones agrupadas por Decca. Mäkelä tiene algo que desarma y que queda aún más de relieve en una contemplación en vivo sobre el podio: la aparente sencillez con la que se resuelven los problemas de planificación, de fraseo, de resolución rítmica, de precisión, de coloración. Es admirable cómo la batuta –de tan atractivo vuelo, de tan claras indicaciones– va desentrañando los pasajes más intrincados y cómo es capaz de cantar, de expresar sin ningún tipo de artificio.
Queda patente de inmediato en cuanto ponemos el oído en el mismo inicio de la Sinfonía nº 1: ese comienzo neblinoso, con la voz lejana del clarinete, con ese toque evocativo, en un piano bien controlado, está magistralmente planificado. Como lo está la clarificación posterior, con la aparición de la luz diáfana del primer tema, de diseño tan agreste.
Esa es una de las virtudes de esas interpretaciones: la sensación de recoger el aire, el aroma de lo popular sin aderezos, sin elaboraciones, sin artificios. Quizá influya la rabiosa juventud del director, que revela, a los pocos compases, su capacidad para enunciar lo cantabile con la aparición del segundo tema y su conducción hacia el primer fortísimo. El buen manejo del ritmo, la administración de dinámicas, el dominio de las coloraciones en base a un escrupuloso control de los timbres, tan importante en estas músicas, contribuyen a que se resuelvan con fortuna pasajes tan complicados como los que van articulando el complejo desarrollo y el inacabable crescendo del primer movimiento de la Sinfonía nº 5, que es rematada por esos tan característicos y memorables seis acordes postreros.
Elocuente síntesis
El director finlandés empieza a acercarse a poder resolver de buena manera el problema de establecer la proporción ideal entre longitud, forma y materia. Algo que puede apreciarse con nitidez en una sinfonía como la nº 7, que es un alarde de economía, de concisión, de síntesis. En 20 minutos de música, se dice más de lo que otros compositores han tratado de decir en una hora u hora y media. Y queda aquí nuevamente bien explicado. Como bien explicada y expuesta aparece la monumental conclusión de la Sinfonía nº 2, con todas sus líneas bien soldadas en busca de la perseguida claridad.
Dentro del muy alto nivel, hay momentos en los que se habría preferido una mayor claridad de texturas o una disposición distinta en la resolución de las difíciles transiciones. Pero nos quedamos con el brillo, el brío, la naturalidad, la frescura de esta juvenil y en algunos casos maduras interpretaciones. A la altura de las alcanzadas por la vieja guardia: Barbirolli, Bernstein, Berglund, Maazel, Karajan…