Image: Wagner levanta La prohibición de amar

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Ópera

Wagner levanta La prohibición de amar

12 febrero, 2016 01:00

La soprano María Miró en el papel de Mariana en La prohibición de amar. Foto: Javier del Real

El Teatro Real descubre el próximo viernes (19) una desconcertante ópera juvenil del compositor alemán, inspirada en Medida por medida de Shakespeare. Será la sorpresa lírica de la temporada. Apenas escenificada en España, presenta a un Wagner procaz, desinhibido, cómico, libidinoso y satírico, que se mofa de la rigidez moral de sus compatriotas. Kasper Holten en la escena e Ivor Bolton en el foso dirigen el montaje.

Para hacer bien el amor hay que venir al sur. Es la advertencia cantada por una Rafaela Carrà pícara y desinhibida. Wagner también lo tenía claro, al menos en su juventud. Era una creencia que le habían inoculado ciertas lecturas, como el Viaje a Italia de Goethe, u otras más picantes, como Ardinghello y las islas afortunadas de Wilhelm Heinse, que el musicólogo Chris Walton califica, con sorna, como "una especie de Cincuenta sombras de Italia". El artífice de Tristán e Isolda, con 21 años y en estado de incandescencia genital por las curvas de la cantante Minna Miller, firmó La prohibición de amar (Das Liebesverbot), en la que emerge esa idealización de las latitudes meridionales como luminoso paraíso del despendole carnal.

Es una obra desenfadada, una comedia pura, que contrasta con los derroteros trascendentes y atribulados por los que se encaminaría después, cuando se empadronó en las alturas del Valhalla.Joan Matabosch ha decidido recuperarla armando una coproducción que embarca al Teatro Real, el Colón de Buenos Aires y la Royal Opera House. Se rebela así contra la voluntad de Cósima, viuda y férrea custodia del legado wagneriano, que sepultó este vestigio de la mocedad calenturienta de su esposo. Acaso también contra la del propio Wagner, que se desentendió de La prohibición de amar para siempre. Ni la revisó ni la pulió, como era su costumbre. Seguramente porque no se reconocía en aquel pastiche italianizante y por el trauma que le originó el tortuoso estreno de 1836 en Magdeburgo: en la primera función los cantantes salieron al escenario sin haberse aprendido sus papeles y en la segunda se desencadenó una reyerta entre ellos por un lío de faldas. Un desastre, vamos.

Aunque nunca se sabe, no es previsible que se den en el estreno de Madrid, el próximo viernes (19), tales sobresaltos. Todo parece bien atado para ofrecer una de las sorpresas operísticas de la temporada, ya que apenas hay precedentes. La versión canónica es la presentada en la Ópera de Múnich en 1983, dirigida en el foso por Wolfgang Sawallisch y sobre las tablas por Jean-Pierre Ponnelle. En España sólo se ha podido ver escenificada en Perelada en 2013, a cuento de los fastos del bicentenario wagneriano. Fue una adaptación muy comprimida y con orquesta de cámara. Así que para la mayoría de la afición lírica será un descubrimiento, que, a buen seguro, desconcertará. Por su libreto y por su partitura, muy alejados de los parámetros en que los que tenemos encasillados a Wagner.

Plano general de La prohibición de amar. Foto: Javier del Real

La sensación de ‘descoloque' le invade a uno al asomarse a los ensayos en el Teatro Real. Al abrir la puerta de la sala donde Ivor Bolton trabaja con la Sinfónica de Madrid, en un clima de fecunda camaradería, resuenan melodías que inmediatamente remiten a Rossini o Bellini. La extrañeza se agrava al franquear la del espacio donde Kasper Holten ‘coreografía' los movimientos de los cantantes, en un ambiente electrizado por una vorágine vodevilesca: constantes entradas y salidas de escena de los personajes, gags jocosos que suscitan risas en una concurrencia de técnicos, apuntadores... Pero ¿dónde está Wagner?

Está delante, sí, aunque, desde luego, no lo parezca. Lo que vemos y escuchamos es un Wagner balbuciente, juvenil, en busca de una expresión propia. "Yo animaría a venir incluso a aquellos a quienes les carga El anillo del Nibelungo o Lohengrin", señala a El Cultural el director musical del Teatro Real durante un receso a mediodía, antes de arrancar los ensayos vespertinos. "Primero porque se van a encontrar algo totalmente diferente al paradigma wagneriano: la ampulosidad, la metafísica, el germanismo... Aquí todavía está muy apegado a la tierra. Además, la representación de La prohibición de amar completa un poco más nuestro conocimiento de la historia de la ópera. Es interesante sobre todo para conocer de dónde viene Wagner, más que para saber a dónde va".



Teselas Schubertianas

En efecto, aparte de la emulación de las fórmulas italianas, comprobamos lo bien asumida que tenía la tradición romántica acuñada por Weber. El mosaico lo remata con teselas schubertianas. "De hecho, yo les recomendaría mucho esta pieza a los enamorados de Schubert. Wagner sigue la línea de alguna de sus óperas, como Alfonso y Estrella. La diferencia es que las de Schubert, ambientadas en un entorno bucólico campestre, hoy apenas no nos interpelan. En cambio, la trama y los personajes de La prohibición de amar conectan muy bien con nuestra época, con ese entrecruzamiento confuso e incesante de deseos entre unos personajes y otros", explica Bolton.

Y Kasper Holten, que debuta en el Real, lo suscribe. El director artístico de la Royal Opera House, amparado en esa modernidad, ha introducido algunos guiños contemporáneos: los personajes utilizan móviles y sus mensajes en Whatsapp, Twitter o Facebook aparecen sobreimpresionados para que pueda leerlos el público. "No es una estridencia, ni una extravagancia", se apresura a aclarar. "Entran en la trama con la naturalidad con la que las usamos nosotros para ligar, chatear, manipular... Una de las esencias de La prohibición de amar es la interacción social. De ahí la importancia de los mensajes, que además nos han servido para aligerar los largos parlamentos sin música que contenía el libreto. Sería un poco aburrido dejarlos enteros, más todavía para audiencias que no se manejan con el alemán".

Plano general de La prohibición de amar. Foto: Javier del Real

Wagner, para confeccionar el libreto, se inspiró en Medida por medida de Shakespeare. No cambió en exceso el argumento, que pivota en torno al dilema de la novicia Isabella (Manuel Uhl), a la que Fiedrich (Christopher Maltman), el virrey que gobierna con mano de hierro Sicilia, le requiere sus favores sexuales a cambio de la liberación de su hermano Claudio (Ilker Arkayürek), al que ha condenado por su afición a los burdeles. Y es que el fornicio, bajo su gobierno, ha de desarrollarse en un marco bien delimitado: el del matrimonio. Sacarlo de sus fronteras significa salirse de la ley. Vemos pues a un libidinoso prohibiendo la libidinosidad ajena mientras él no se corta de abusar de su autoridad para saciar la suya. Prueba evidente de su doblez. Lo que sí hizo Wagner fue trasladar la historia de Viena a Palermo. Y determinar con claridad la nacionalidad del monarca: alemana. Consiguió así añadir al conflicto entre carne y deber un sesgo cultural. Es un alemán cuadriculado el que le corta el rollo a los italianos, esos terroni de Europa que ven el trabajo como una maldición y se entregan a festividades obscenas como el carnaval.

Ya sabemos que los clichés culturales, exagerados, dan mucho juego en la comedia. Wagner los explotó al máximo, apostatando esta vez de la sacrosanta Alemania, que tanto elevaría en sus óperas posteriores, dando pie a una nefasta instrumentalización política (léase nacionalsocialismo). Aquí los ‘malos' son los suyos. Se cachondea del puritanismo protestante y toma partido por el hedonismo mediterráneo de los palermitanos. Holten actualiza esta dialéctica y la lleva a los dominios de la parodia más candente, en la que hasta Angela Merkel, con su cruzada austericida como bandera, irrumpe en escena. ¡Qué escándalo! Si Cósima levantara la cabeza...

@albertoojeda77