Una ópera clásica en forma de singspiel de significación inusitada, dos románticas, situadas en ámbitos distintos del movimiento y con miradas estéticas disímiles, y una cuarta que puede encajarse con reservas en el mundo expresionista, componen un atractivo ramillete lírico en estas primeras semanas del nuevo año.
En el Teatro Real de Madrid se da cabida desde este domingo otra vez a la aplaudida, y también denostada, en todo caso original, producción de La flauta mágica de Mozart firmada por Barrie Kosky, aquella que jugaba de manera inteligente con iconos y técnicas del cine mudo en un montaje de rara perfección técnica, para algunos no poco cargante y que quizá trivializaba una historia que tiene mucha miga tras su apariencia de cuento, pero que esconde en su interior un mensaje trascendente a poco que uno se preocupe de mirar más allá de la superficie.
"Este menú invernal nos ofrece una rica diversidad de estilos que van desde el singspiel misterioso o el romanticismo al expresionismo"
En el reparto que veremos y escucharemos en esta nueva oportunidad repiten algunos cantantes, como la gentil soprano lírico-ligera Ruth Rosique, como Papagena, o el bajo Rafal Siwek –hace poco Gran Inquisidor en Don Carlo–, de voz tonante algo descolorida, que será de nuevo Sarastro alternándose con el más caudaloso Andrea Mastroni. Destaca la presencia del joven tenor francés Stanislas de Barbeyrac, dueño de un cálido instrumento de carácter lírico en vías de maduración. De la tres Reinas de la Noche quizá la de mayores medios (no el ideal de todas formas) es la rusa Albina Shagimuratova. Dos aceptables Paminas, conocidas en la plaza, Annet Fritsch y Olga Peretyatko, dos barítonos ligeros competentes, Andreas Wolf y Joan Martín-Royo, y secundarios ad hoc (con varios españoles: bien) completan un reparto que estará de nuevo a las órdenes del efusivo pero no siempre dotado de la inaprehensible gracia mozartiana Ivor Bolton.
La tremebunda Lucia di Lammermoor de Donizetti sube el próximo jueves al escenario del Campoamor ovetense. Para ella Donizetti supo escribir una música concentrada, tirante, de sombrías y cargadas tintas, abiertamente romántica, en la que tanto estructura dramática –con su separación entre números, sí, pero también con su hábil soldadura del discurso, con inteligente aplicación de arioso y recitativo acompañado–, belleza melódica –expansiva y envolvente línea– y atmosférica orquestación funcionan muy teatralmente. Las representaciones van a tener el protagonismo de dos Lucias bien adiestradas, rodadas y con posibles: Jessica Pratt, de medios más consistentes, y la española Sara Blanch, de afilado y penetrante timbre de lírico-ligera. Celso Albelo, muy apreciado en la ciudad, es ya un conspicuo Edgardo, papel que comparte con Alejandro del Cerro, de instrumento menos noble, pero solvente y vibrante en el agudo. Una estupenda voz, oscura, de barítono dramático, la del ucraniano Andrei Kymach, dará vida, quizá no con el timbre más apropiado, a Lord Enrico Ashton. Se alterna con el venezolano Gustavo Castillo, de buen material sin madurar, ganador del tercer premio del último Concurso de Tenerife. Dos buenas y jóvenes voces españolas de bajo cantante, el ya curtido Simón Orfila y Francisco Crespo, se reparten el papel del clérigo Raimondo Bidebent. En el foso la batuta ágil y fogosa de Giacomo Agripanti. La producción, de Nicola Berloffa, que parece bastante clásica, aunque con cambio de época, es a tercias entre Oviedo, Colón y Tenerife.
Desde este sábado hay otra interesante cita operística en el Palacio Euskalduna de Bilbao. Lleva la impronta de la música tempestuosa y arrebatada de Wagner; la de ese fruto casi juvenil que es El holandés errante, en la que el compositor empieza a ser original y rompedor. Hay ya un empleo, aún incipiente, del leitmotiv, en busca del establecimiento de un discurso continuo. Pero el melos italianizante está todavía ahí, en la raíz de las frases y de las líneas, incluso en momentos tan intensos como el dúo del segundo acto. Bryn Terfel, que ya tiene el título de Sir, será el desventurado personaje central. Es un papel que tiene bien asumido. Su voz, de bajo barítono, bien timbrada y penumbrosa, ya no es lo que era, pero tiene arrestos y tablas para dar la imagen ideal de la conturbada figura. Manuela Uhl, cumplidora, bien timbrada y comprometida, cantará la soñadora Senta, el discreto bajo cantante Wilhelm Schwinghammer el codicioso Daland y el tenor Kristian Benedikt, de voz spinto algo engolada, el papel envenenado de Erik. Todos son nuevos en la plaza. Los eficientes Itxaro Mentxaka, mezzo, y Roger Padullés, tenor, ambos muy líricos, asumen las partes de Mary y Timonel. Pedro Halffter, que conoce bien la partitura, estará en el foso. Guy Montavon es autor de una producción en la que se juega bien con lo fantasmagórico.
Un foso flamígero
La armonía áspera, irreductible a las leyes de la tonalidad, la frecuente independencia de las líneas vocales y orquestales, la ampliación en sentido elíptico de algunos procedimientos wagnerianos son aspectos que definen en buena parte el tejido instrumental y vocal de la ópera straussiana Elektra. Una producción que sin duda exige un foso flamígero, ocupado en el Palau de les Arts de Valencia a partir de este sábado por Marc Albrecht, que guiará una narración simbolista creada por el afamado regisseur canadiense Robert Carsen. Se dispone de un muy sólido equipo vocal, que tiene a su frente a la vigorosa soprano dramática –de acuerdo con los baremos de hoy en día– sueca Ingrid Theorin. A su alrededor una muy veterana pero aún de buen oír Doris Soffel como la desaforada y melodramática Klitemnestra, una muy interesante Sara Jakubiak, de vibrato y metal atractivos, como la ingenua Chrystothemis, un todavía tierno Derek Welton como Orest y un buen tenor caricato, Stefan Margita como Egisto. Hay algún nombre español en el resto del extenso reparto.