Calixto Bieito (1963) dejó su Miranda de Ebro natal cuando tenía sólo quince años. Desde entonces, ha realizado una peregrinación incesante que le ha dejado el poso de seis lenguas (“ya no hablo ninguna bien, las mezclo todas”, apunta a El Cultural). Hace ya años que vive en Basilea, desde donde puede ir en bicicleta a Francia o Alemania, según le dé. Pero los grises inviernos de Miranda siguen arraigados en el núcleo duro de su conciencia. Y El ángel de fuego de Prokófiev se los ha removido. “Sí, me ha hecho volver a la infancia. Al miedo que me daba una vecina que había perdido a su hijo y, en la escalera, cuando coincidíamos, me acariciaba la cara con mucha ternura pero yo subía a mi casa muy asustado”, rememora al teléfono desde Viena, donde anda gestando un montaje de Tristán e Isolda.
Ese pánico juvenil, tan inocente, lo identifica, salvando las distancias, con la vivencia de Renata, la protagonista de El ángel de fuego (papel que se reparten las sopranos Ausrine Stundyte y Elena Popovskaya), marcada por el estigma social. “Es una chica libre, sensible y con imaginación en un entorno que desconfía de todos estos rasgos”, señala el regista burgalés. Como él de pequeño, sale con su bicicleta al campo y disfruta de placeres sencillos como bañarse en los ríos y pedalear por los caminos. Pero el mal está acechándola. Y pronto abusará de su fragilidad. Una figura de perfiles misteriosos irrumpe en su cotidianidad para poseerla en todos los terrenos y transformar su energía vital en un aparente trastorno paranoide que, más allá del desconcertado Ruprecht (Leigh Melrose y Dimitris Tiliakos), nadie a su alrededor se esfuerza por comprender. La víctima es convertida en una histérica, un cambio de perspectiva que permite lavarse las manos a los que la rodean.
“Es increíble hasta donde puede llegar la psicopatía. Hacer el mal y no sentir nada, incluso disfrutarlo”. Bieito
Bieito, en su versión, que estrenó en Zúrich en 2017 y el próximo martes 22 presenta en el Teatro Real, traslada la trama de la ópera –una historia de acorralamiento de una ‘bruja’– a finales de los años 60, movido por la mencionada reminiscencia íntima de sus orígenes castellanos. Hay que tener en cuenta que esto supone un trasvase cronológico de cuatro siglos con respecto al libreto original de Prokófiev, ambientado en el siglo XVI y basado en la novela homónima de Valeri Briúsov, rezumante de nigromancia y teosofía y paradigma del simbolismo ruso. “La verdad es que yo no quería hacer una historia de brujas perseguidas. Tampoco me interesa mucho la nigromancia. Intenté enterarme un poco, leí cosas, pero no terminé de empaparme de este mundo”, explica el rompedor director de escena, al que siempre le ha acompañado el sambenito de ‘provocador’, del cual reniega (“yo me limito a seguir mi instinto”).
Crónica negra
Experto en exploraciones en los orígenes del mal (ahí están su Reino shakespereano estos días en la cartelera de las Naves del Español), se ha agarrado esta vez a casos concretos de la crónica negra más o menos reciente. Como el de la joven austríaca Natascha Kampusch, secuestrada cuando apenas tenía diez años por un hombre que la mantuvo encerrada en su casa durante más de ocho años, creando en ella un síndrome de Estocolmo del que le costó mucho desembarazarse. “Sí, es uno de los sucesos que me inspiraron en su momento. También otro que ocurrió en Alemania en los años 70, terrorífico: unos padres hicieron creer a su hija que estaba poseída y perpetraron todo tipo de barbaridades. Es increíble hasta dónde puede llegar la maldad, la psicopatía. Hacer algo así y no sentir nada, indiferencia, o incluso disfrutarlo”, describe Bieito, con su dicción lenta y su tono susurrado, que se oscurece al evocar estos siniestros capítulos.
En lo que sí es fiel absolutamente a Prokófiev es en el deseo de este de que ese enigmático ángel de fuego de nombre Madiel no apareciese físicamente en escena. “Hay que evitar llevar diablos o visiones al escenario. De lo contrario, se corre el riesgo de ser reducida a una pura mascarada teatral”, dejó dicho y Bieito ha seguido el dictado porque está plenamente de acuerdo con la advertencia del compositor ruso, que vivió una odisea para poder estrenar una ópera que empezó a rumiar en 1919, la cambió varias veces (el libreto, básicamente) durante la década de los 20 y no se escenificó hasta 1955, en La Fenice de Venecia.
Ni en la República de Weimar, abierta a las propuestas operísticas más radicales (Sancta Susana de Hindemith, Wozzeck de Alban Berg, Jonny spielt auf de Krenek…), encontró acomodo. Y eso que contó con la mediación del director Bruno Walter para subir a las tablas de la Deutsche Oper. Con Hitler después la situación todavía se puso más complicada y su Rusia natal, bajo el dominio del materialismo soviético de Stalin, no era terreno abonado para elucubraciones espiritistas. Así que el autor de célebres ballets como Romeo y Julieta y Cenicienta murió (en 1953) sin la satisfacción de verla ‘vestida’ sobre las tablas. De hecho, ni siquiera pudo personarse en su estreno en versión concierto, que aconteció en 1954, en el Teatro de los Campos Elíseos de París. En España, salvo prueba en contrario, todavía no había llegado a montarse, lo cual otorga a su llegada al Real el carácter acontecimiento lírico de primera magnitud.
Universo ambiguo
Lo que requería de un director de primer orden para afrontar el envite. Joan Matabosch, máximo responsable artístico del coliseo madrileño, lo encontró en Gustavo Gimeno (Valencia, 1978), maestro que en la actualidad ostenta simultáneamente la titularidad de la Filarmónica de Luxemburgo y de la Sinfónica de Toronto, y es codiciado por las mejores orquestas del mundo. En octubre, sin ir más lejos, se puso al frente de la Filarmónica de Berlín. Pero en las últimas siete semanas, consciente del papel crucial de la orquesta en esta ópera (la música asume también la responsabilidad de ‘narrar’), se ha enclaustrado en el Real para afrontar en las mejores condiciones su exigente debut en el teatro de la plaza de Oriente. Paradójicamente, tiene claro que la ambigüedad es el rasgo esencial de la pieza. “El último acorde, tenuto, fortissimo, no da de hecho una sensación conclusiva, sino de que hubieras habitado un mundo del cual sales en ese momento sin saber bien dónde has estado o lo que ha sucedido. Es muy enigmático todo, por la fusión constante de elementos contrarios: el realismo con la fantasía, la religiosidad con la herejía y el ocultismo, el romanticismo y el modernismo…”.
Por otro lado, Gimeno destaca su carácter precursor de movimientos musicales como el minimalismo. “Lo percibo en todos esos pasajes repetitivos que reflejan la histeria de Renata”, apunta. Un rol este que llegó a ser considerado imposible de cantar, por la extrema demanda técnica y emocional que concita. Bieito representa su tormento psíquico con una claustrofóbica escenografía que firma su fiel colaboradora Rebecca Ringst y está conformada por una estructura con diversas celdas que se muestran como una galería de los horrores. Una imaginería que pondrá a prueba la sensibilidad del público pero que proyecta la faz ominosa del género humano, encarnada por todos esos ángeles de fuego que aguardan la ocasión para laminar cualquier signo de inocencia.