Noche de triunfo en el Teatro Real. Salvo los veinte maleducados de siempre, que se lanzan como sputniks a la cola del aparcamiento sin despedirse de los artistas, todos aplaudieron con entusiasmo el estreno en España de El ángel de fuego, una ópera magnífica, increíblemente exigente y, por ello, maldita. A pesar de su gran ascendencia dentro y fuera de la Unión Soviética, Prokófiev se murió sin conseguir verla representada. Ahora, a punto de hacerse centenaria, la partitura está entrando con fuerza en el repertorio.
La noche empezó con el público en pie, escuchando el himno nacional ucraniano como si fuera el propio —en realidad, con bastante mayor unción y unanimidad—, porque Prokófiev nació en Ucrania, muy cerca de Mariúpol, hoy masacrada.
Este Ángel de fuego vive en cuatro épocas a la vez, cada una con su propia variante del asunto: la posesión diabólica de una joven. Está la época de la reforma/contrarreforma y la quema de brujas, en la que Valeri Briúsov sitúa su novela. Está el siglo XX temprano, con dos descensos: el del simbolista Briúsov a los misterios del ocultismo y el del moderno Prokófiev a las profundidades del subconsciente.
A Bieito el teatro le sale de dentro. Que, además, se escandalice a veces, es una anécdota
Además, el director de escena, Calixto Bieito, sitúa la acción en los años cincuenta-sesenta del siglo pasado, décadas en las que murió Prokófiev, se hicieron los primeros estrenos de esta ópera en París y Venecia y Bieito vivió su infancia. En esos años, aún se oía decir histeria como descripción de un trastorno mental femenino.
Hay, finalmente, un cuarto tiempo, el actual, donde el asunto toma cariz moral, con pecado original y señalamiento de culpable: lo que antes se llamaba posesión es, en realidad, un trastorno psicótico, pero ¿causado por qué? ¿Un abuso sexual en la infancia? Bieito se apunta a esa hipótesis, que no está en la novela ni en la ópera, pero se infiere de ellas con cierta naturalidad.
"¡Vete, espíritu maligno! ¡Déjame en paz! ¡No me toques!", grita nada más empezar la ópera la joven Renata, la protagonista. Se dirige a un fantasma que bien puede ser el ángel Madiel, el ente masculino difuso de quien está enamorada hasta la obsesión y que jugaba con ella de niña. Son casi las mismas palabras que la Doncella le dedica al Sr. Muerte en el célebre lied de Schubert La muerte y la doncella.
En ambos casos oímos el terror vocal de una joven junto con su reverso: el calor del enamoramiento, aunque sea disparatado, o la serenidad del descanso, aunque sea mortal. Esta contrapartida dulce, que en realidad agrava la tragedia, suena a menudo no en la voz, sino en el acompañamiento: en la orquesta de Prokófiev, gloriosamente rica, o en el piano de Schubert, gloriosamente austero.
La soprano Ausrine Stundyte y el barítono Leigh Melrose son dos fuerzas de la naturaleza. Ella se llevó la gran ovación
En conjunto, esta producción de El ángel de fuego explicita una evolución cultural de siglos: la poseída pasa de cómplice del demonio a afectada de neurosis histérica y a superviviente de abusos. De la misoginia generalizada, con expectativa de tortura y hoguera, llegamos a la protección.
Esta ópera se sustenta teatral y musicalmente sobre tres pilares: Renata, cuya mente trastornada va marcando la trama; Ruprecht, su chevalier servant, que la acompaña hasta el infierno; y la orquesta, que todo lo explica, matiza y multiplica sin necesidad de palabras.
El principal logro de Calixto Bieito y su colaborador, Marcos Darbyshire, es mantener en tensión durante dos horas a los dos protagonistas. Lo logran a base de genio teatral, de autenticidad dramática. A Bieito el teatro le sale de dentro y el espectador reconoce verdad en lo que ve. Que, además, se escandalice a veces, es una anécdota.
La soprano lituana Ausrine Stundyte y el barítono británico Leigh Melrose son dos fuerzas de la naturaleza. Stundyte es una gran actriz, que llena de matices un personaje complejísimo, es una gran atleta, capaz de mantener una actividad física incesante sin que se le altere jamás la respiración y, por encima de todo, es una soprano excepcional dotada de una voz potente y limpia y de una musicalidad deslumbrante.
En El ángel de fuego abundan las interjecciones desesperadas y las frases sarcásticas, pero también los momentos de expresión lírica, que ella enriquece y llena de vida. Se llevó la gran ovación de la noche. Los mismos elogios cabe hacer a Melrose. Ninguno de los dos deja la escena ni un minuto.
El tercer gran triunfador fue el maestro Gustavo Gimeno, que debutaba en el Real. Tiene un gesto mixto, a la vez preciso y expresivo. El ajuste rítmico y el vuelo lírico, que es clave en esta partitura, parecen surgir de una pulsación que, además de marcar, invita a la melodía colectiva.
En una ópera orquestal como esta, de elocuentes interludios, en la que el foso abre constantemente nuevas dimensiones al drama y, al mismo tiempo, anuncia media sinfonía (la Tercera de su autor), el maestro Gimeno hizo brillar a la Orquesta Titular. En la escena del exorcismo, una prueba dificilísima, el Coro, sobre todo el femenino, tuvo un rendimiento espectacular.
Todos lo demás participantes contribuyeron al triunfo. Destacó el tenor ruso Dmitry Golovnin en el doble papel de Agrippa von Nettesheim y Mefistófeles. La escenografía de Rebecca Ringst llenó el enorme espacio del Real con rincones del subconsciente que subrayaban el vértigo de la descomposición mental. El ángel de fuego ha llegado tarde, pero pisando fuerte.