La inclusión de Mi vacío y yo, tercer largometraje de Adrián Silvestre, en la Sección Oficial del Festival de Málaga puede leerse como una declaración de intenciones que atiende a diversos aspectos. Empecemos por lo menos evidente. Su presencia en el máximo apartado competitivo supone la consolidación del aparato industrial del certamen (el llamado MAFIZ), puesto que el nuevo trabajo del director alicantino se alzó con el Premio Festival de Málaga dedicado a los proyectos en fase de preparación (Work in progress- WIP) en la edición de 2021. Es decir, estamos ante una iniciativa que el propio festival ha ayudado a impulsar y que no solo termina formando parte de la competencia principal, sino que además viene avalada por el respaldo que supuso su selección para la Big Screen Competition del prestigioso Festival de Rotterdam.
Lo importante, sin embargo, es que Silvestre no ha renunciado ni a sus preocupaciones temáticas ni a sus constantes estilísticas, riesgo que corren buena parte de los títulos que se someten al escrutinio de los laboratorios festivaleros, en demasiadas ocasiones convertidos en herramientas de formateo y uniformización. Mi vacío y yo ficcionaliza la transición de Raphaelle Pérez, ahondando en algunas de las problemáticas ya tratadas en Sedimentos (Adrián Silvestre, 2021), y lo hace recurriendo a unas cortantes elipsis tan traumáticas para el espectador como el proceso de cambio para su protagonista.
Aunque en ocasiones abuse del esquema plano/contraplano para encapsular las conversaciones, lo que por momentos vuelve la película un tanto rutinaria, el director de Los objetos amorosos (2016) ajusta muy bien los encuadres en función de la dramaturgia: desde el agresivo contrapicado con el que filma el dolorosísimo primer encuentro sexual de Raphaelle (en esta obra la actividad sexual del personaje y la manera de filmarla es fundamental para entender su evolución) hasta la secuencia de la exposición sobre indumentarias femeninas.
La militancia libre de Mi vacío y yo -una película que no rehúye ni las contradicciones del movimiento trans ni la complejidad de una casuística tan variada como las personas que lo integran- ya estaba presente en Sedimentos, que estuvo en liza en la Sección Oficial de Documentales de 2021, sin duda uno de los muros de carga que sostiene ese ‘otro’ Festival de Málaga al que los periodistas no solemos prestar atención. Ahora por un exceso de programación que justifica nuestra ausencia de las proyecciones de Zona Zine, cortometrajes y documental (es imposible atender esas sesiones con tres pases de prensa diarios de Sección Oficial), antes porque pasábamos olímpicamente de esos apartados erróneamente considerados menores y despintados del fulgurante rojo que tiñe la alfombra por la que desfilan la estrellas.
Veamos, pues, la figura de Adrián Silvestre como el triunfo del festival malagueño en su conjunto, como la suma de su cada vez más potente engranaje industrial y del potencial de sus secciones paralelas, también como la muestra definitiva de la explosión de una generación que ha tenido en Málaga su escaparate principal, puesto que en el guion de Mi vacío y yo ha trabajado Carlos Marqués-Marcet (premiado en 2014 por 10.000 KM y en 2019 por Els dies que vindran), la directora de fotografía es Laura Herrero Garvín (que estuvo en 2019 con su más que interesante documental La mami) y Alba Sotorra, una habitual del festival que este año compite en la sección de documental con Francesca y el amor, figura como una de sus productoras.
Son ese tipo de interrelaciones las que hacen que la cita malagueña vaya cambiando su morfología y haciéndose permeable a proyectos que asumen riesgos infinitamente mayores que las producciones apadrinadas por nuestras cadenas de televisión privadas, otrora mayoritarias en la lista de filmes seleccionados. Esos cambios, que hacen del festival un lugar mucho más estimulante, cristalizan en la presencia de películas como Utama (Alejandro Loayza Grisi, 2022) cuyo perfil la hubiera situado, en años anteriores, en una sección paralela; sin ir más lejos, guarda no pocos parecidos con la peruana Samichay (Mauricio Franco Tosso, 2020) que el año pasado compitió en Zona Zine.
Premio del jurado en Sundance, esta historia mínima sobre dos ancianos que resisten los azotes de una sequía inusualmente larga que hace del altiplano boliviano una zona inhabitable, reflexiona sin engolar la voz sobre las consecuencias del cambio climático y expone la traumática colisión entre la vida moderna representada por el nieto que visita a sus abuelos y el apego a la tradición y a la tierra que estos siguen conservando. Rodada en un glorioso scope que magnifica las dimensiones de ese paisaje árido, tan en consonancia con el carácter áspero de Virginio (José Calcina), el filme evita en todo momento caer en el sentimentalismo y muestra con emocionante pudor el fin de un modo de vida que, quien sabe, quizá sea el anuncio de un apocalipsis planetario.
Visto el poderío de Utama sería recomendable que no nos olvidáramos de ese ‘otro’ festival en el que este año ya se han podido ver documentales sumamente interesantes como La visita y un jardín secreto, en el que Irene M. Borrego nos pone tras la pista de la desconocida (por borrada) pintora Isabel Santaló y levanta un pequeño monumento dedicado a la imperfección y a los errores propios (es un trabajo brutalmente honesto), o el último y concienzudo mosaico archivístico elaborado por Carolina Astudillo, Canción a una dama en la sombra, en el que recurre al mito de Penélope para recuperar no tanto la historia del exiliado Armand Pueyo -hermano de la protagonista de El gran vuelo- como de Soledad, esa mujer que atiende el regreso de su compañero y cuya paciente espera servirá a la directora chilena para releer una parte de la Historia desde una óptica femenina.
Otro tanto sucede en Zona Zine, en la que además de la notabilísima Dúo (Meritxell Colell, 2022) se estrenó la inclasificable Entre la niebla (Augusto Sandino, 2021), relato de ciencia-ficción sobre los preparativos de una huida espacial ante el agotamiento del planeta. Película colorista que explota a conciencia las posibilidades visuales del colombiano páramo de Sumapaz, Entre la niebla supone no solo una andanada contra el neoliberalismo depredador que amenaza con agotar todos los recursos de la Tierra, sino también la composición de una oda dedicada a los infrarrepresentados, una vindicación de todos aquellos que, como los angelitos negros a los que cantaba Antonio Machín y los protagonistas de esta obra radicalmente libre, rara vez son pintados en una iglesia ni mirados por una cámara.
Todas estas propuestas se antojan mucho más interesantes que alguno de los títulos presentes en la Sección Oficial, como Mensajes privados, la película de fundamentos y ejecución pandémicos firmada por Matías Bizé, cargada toda ella de reflexiones y testimonios en torno al concepto de familia (tocando tópicos que van del divorcio a la violencia intrafamiliar o los abusos) a la que su romo planteamiento visual (las ya tan comunes charlas por Zoom) y la teatralización de las actuaciones conducen a la monotonía.
Donde no hay reposo alguno es en Ámame, en la que Leonardo Brzezicki replica las superficies del cine de Pedro Almodóvar (la música de Nico Casal, la saturación del color en determinados pasajes) sin alcanzar siquiera a rozar su esencia. Drama desaforado sobre un hombre absolutamente desnortado, que no sabe querer ni quererse, su nivel de intensidad es tal que su pretendido efecto choqueante se diluye pasadas las primeras secuencias.
Protagonizado por un Leonardo Sbaraglia quizá demasiado consciente de estar al frente de one man show (y seguramente Biznaga de Oro a la mejor interpretación masculina) Ámame es como tratar de surfear un tsunami, sin en esos compases de espera que infunden verdad a las escenas exaltadas cuya potencia se pierde en un filme que arranca con un orgía, continua con una discusión ensordecedora entre padre e hija y prosigue con otro duelo arrebatado entre Santiago (Sbaraglia) y su ex, Luis (Alberto Ajaka), en una casa de campo. Demasiados gritos, demasiada emoción, demasiado Tennessee Williams.
También se atisban con claridad los referentes del norteamericano Justin Lerner, director de Cadejo blanco (2021), thriller criminal ambientado en la Guatemala caribeña en el que Sarita (Karen Martínez) se infiltra en una banda para averiguar el paradero de su hermana desaparecida. Con un clímax final que se mira en la vertiente mafiosa del cine de Martin Scorsese (con ese travelling al ralentí acompasándose al ritmo del Kiss and Say Goodbye de The Manhattans), Lerner tiene la intuición suficiente como para no dejar que sus influencias devoren el contexto y sabe sacar partido tanto a la turbia atmósfera de Puerto Barrios -una ciudad sin ley en la que la única oportunidad que los jóvenes tienen para sobrevivir pasa por engrosar las filas del ejército del lumpen local- como a la naturalidad de sus actores.
Aunque el guion se pasee constantemente por la cuerda floja de lo inverosímil -Sarita entra en la banda con suma facilidad, sin recibir ni una sola paliza ni vejación alguna aun siendo una desconocida que llega de fuera y, cuando le toca pasar la lógica prueba de fuego que rubrique su aceptación, su víctima es un mafioso al que las urgencias genitales le anulan el sentido de la precaución-, Lerner evita caer en las redes del miserabilismo (hay instantes incluso luminosos) y su tremebundo tramo final, con una secuencia de créditos que explota todo el talento de Karen Martínez, compensa el peaje de este descenso a los bajos fondos guatemaltecos.