Málaga

La conexión Berlín-Málaga sigue dando sus frutos. Las películas que enfilan la ruta aérea que separa la perennemente encapotada capital germana de las atmósferas templadas de la ciudad mediterránea llevan adherido el sello de garantía de éxito y, visto lo visto, es muy probable que Cinco lobitos, ópera prima de Alauda Ruiz de Azúa, coleccione unas cuantas biznagas en esta edición que celebra el cuarto de siglo de vida del certamen malagueño.

Retrato en aguafuerte de una maternidad despintada de idealismo, teñido de claroscuros que ensombrecen puntuales instantes de ternura con el velo de la dificultad de lo que supone ser madre hoy, el primer largometraje de Ruiz de Azúa se hincha de gravedad dramática gracias a su fácil tránsito de la luz a las sombras (y viceversa), de la vulnerabilidad que transmite una inconmensurable Laia Costa a ese amor bañado en aguarrás que, en otra brillante composición, tiene para ofrecer Susi Sánchez -las dos, candidatas desde ya a los premios de interpretación-.

A los problemas que comporta cuidar de una criatura en estos tiempos de precariedad laboral y masculinidades frágiles que desatienden sus obligaciones paternales poniendo el trabajo como excusa, Amaia (Laia Costa) tendrá que sumar las atenciones que habrá de dedicarle a su propia madre, inicialmente la muleta en la que se apoyaba para sobrellevar unas tareas de crianza que la tenían superada.

Fotograma de 'Cinco lobitos'.

Sin embargo, la película no se sostiene únicamente a partir de la acumulación de problemáticas -una relación de pareja que funciona como un intermitente roto, una madre impedida y un padre al que una cocina se le aparece como la jungla de Vietnam en 1967- sino, sobre todo, gracias a las decisiones de puesta en escena de su directora: las tomas largas en continuidad que hacen partícipe al espectador del desasosiego de Amaia, el encabalgamiento de sonidos que brotan en pasajes sobrecargados por la tensión y que terminan por inundar de zozobra secuencias aparentemente calmas, generando la sensación de que, en la aventura de la maternidad, no hay tiempo para tomarse un respiro.

Pero hay más, mucho más. Un primoroso trabajo con el reencuadre que llena de perfiles carcelarios la arquitectura de la casa familiar o la sequedad impuesta por un montaje que da muestras de que la cineasta no quiere ser condescendiente con los personajes, pero tampoco privarlos de sus pequeños momentos de felicidad. Esté bendecida o no por el palmarés, hagan hueco en la estantería de su memoria para Cinco lobitos.

Pero si de maternidades problemáticas se trata, ninguna como la de Luisa (Anahí Hoeneisen), la protagonista de la oscura y sobria Lo invisible, señora de la clase alta ecuatoriana, madre tardía de su segundo hijo, un bebé al que no sabe o no puede querer. Construida a partir de silencios, como si sus afanosos creadores estuvieran levantando un monumento al subtexto, en Lo invisible todo remite a su título: nada nos es dicho de manera literal. Brevísimas líneas de diálogo que apuntan a un acto ominoso e inconcluso, un tratamiento de sonido que cubre con el manto de la desazón un entorno idílico, una planificación que utiliza el reflejo como metáfora de la escisión mental de la protagonista y que establece la distancia justa entre el drama y el espectador para no caer en el tremendismo…

Con esas herramientas, Javier Andrade arma este retrato de una mujer en llamas, víctima de las imposiciones familiares, sociales y de clase, y se sirve de la portentosa actuación Hoeneisen (también coguionista) para vehicular un discurso crítico sobre el colonialismo y la explotación, sobre la necesidad de abandonar esos modelos de vida aun a riesgo de desaparecer y ser sustituidos de inmediato, porque en un mundo gobernado por el dinero en el que uno puede edificarse una mansión en plena selva o valerse de eufemismos como empleados del hogar para disfrazar la esclavitud de los indígenas, incluso una madre puede ser intercambiada.

El director de "'A mãe', Cristiano Burlan (i), posa junto al actor Dunstin Farias. Daniel Pérez Efe

Laia Costa y Anahí Hoeneisen no son las únicas candidatas plausibles al premio a la mejor actuación femenina. Apunten, también, el nombre de Marcélia Cartaxo, laureada actriz brasileña ganadora de un Oso de Oro en 1986 por su papel en La hora de la estrella (Suzana Amaral, 1985), que carga con el peso de A mãe, vía crucis de una madre coraje que trata de averiguar el paradero de su hijo adolescente después de que una noche no se presente en casa. Película militante y directa que denuncia la pervivencia de las prácticas homicidas de la dictadura en el seno de determinados cuerpos de seguridad, el último trabajo de Cristiano Burlan viste sus imágenes con la austeridad propia del entorno que refleja (las favelas de la periferia de Sao Paulo).

El ambiente claustrofóbico, los kafkianos impedimentos burocráticos a los que una y otra vez ha de enfrentarse María (Cartaxo) y la imposibilidad de duelo (¿cómo se llora a un hijo que no se sabe si ha muerto?) atraviesan este largometraje bajo cuya aparente sencillez se esconden notables soluciones formales (esa panorámica circular en el tendedero que ilustra el temible paso del tiempo o la casi total ausencia de planos y contraplanos para rodar los trámites por lo que ha de pasar la protagonista, las palabras de María rebotando contra el muro administrativo) y al que, quizá y a pesar de su elegancia, le sobre un plano final que nos ofrece un triste consuelo que María jamás tendrá.

El regreso de Beatriz Sanchís

Beatriz Sanchís volvió a Málaga ocho años después de debutar con Todos están muertos (2014) y llevarse un premio especial del jurado, amén de otros dos galardones. Regresa la cineasta valenciana tras este largo paréntesis y lo hace al frente de una producción mexicana, una road movie existencial con desvíos hacía el coming of age. La improvisada pareja que forman JJ (S.J. Smith), una joven disoluta acuciada por las deudas que quiere reencontrarse con un viejo amor que alivie su situación, y Esmeralda (Andrea Sutton), adolescente que escapa de casa para visitar a su padre, emprende un viaje desde Los Ángeles a Baja California que le sirve a Sanchís para explorar el paisaje como metáfora de la propia psicología de los personajes, la frontera como concepto liminar que marcará el desarrollo de sus vidas.

Los cactus enormes, el árido desierto, el mar cómo limite último, espacios que describen las angustias de una treintañera que sobrevive en lugar de vivir y de una aspirante a adulta que no sabe cómo encender el fuego de los sentimientos. Cada una a su manera, descontando millas hacía un destino incierto, las dos van aprendiendo a llevarse mejor entre ellas y consigo mismas y conquistan los territorios del autoconocimiento mientras protagonizan episodios entre surrealistas y entrañables.

La directora Beatriz Sanchís presenta su largometraje 'The Gigantes'. Daniel Pérez Efe

The Gigantes no ofrece grandes revelaciones ni busca la apoteosis de la emoción, su épica es la de la intimidad y sus modos los de la sutileza: Esmeralda fotografía los pechos de JJ que duerme, semidesnuda, en el asiento de la camioneta, acto seguido se da la vuelta y de espaldas a su objeto de deseo se masturba apoyada en la puerta, mirando, bajo la noche, la imagen que acaba de tomar; una manera pudorosa y elegante de filmar un despertar sexual que se contrapone a la impotencia afectiva que siente (y que sufre) la adolescente.

Alejándose de Beatriz Sanchís, Ibon Cormezana entiende el paisaje como espectáculo natural. Al menos eso se colige viendo La cima, película que se mueve entre el bergfilm, el auto sacramental y el melodrama trasnochado y que narra la aventura de una alpinista impaciente por coronar el Annapurna más como fase final de superación de un duelo que como hazaña deportiva.

Lastrado por sus problemas de sonido -hay diálogos directamente inaudibles- y por la pertinaz musicalización de casi cada secuencia en aras de forzar una emoción que aflora, precisamente, cuando la banda de sonido queda limpia, el quinto largometraje del productor y director vasco no consigue darle vuelo a un planteamiento interesante y poco explorado por el cine español –un doble rescate en las cumbres– y termina encuadernando un álbum lleno de cromos repetidos que solo cobra interés en esos aislados pulsos físicos que mantienen Javier Rey y Patricia López Arnaiz (la escalada vertical) y, sobre todo, en un plano final que demuestra, una vez más, la capacidad que tiene la actriz vitoriana para infundir verdad a sus personajes.

El director Ibon Cormenzana, junto a los actores Patricia López Arnaiz y Javier Rey. Daniel Pérez Efe

Tampoco lo tiene fácil Juana Acosta en Llegaron de noche, última película del veterano Imanol Uribe sobre la única testigo del asesinato de seis sacerdotes jesuitas, amén de profesores universitarios, y dos empleadas que tuvo lugar durante la madrugada del 16 de noviembre de 1989 en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) en un San Salvador azotado por la guerra civil.

La actriz colombiana interpreta a Lucía, testigo ocular de la matanza, una mujer que, en contra de sus deseos, inicia una odisea que la llevara a ella y a su familia a recluirse en Miami en busca de seguridad. Desde allí, y sin saberlo, su búsqueda de justicia supondrá el inicio de una pelea contra el orden geopolítico imperante, pues Estados Unidos se encarga de tutelar, a través de su red de diplomáticos y del FBI, todo el proceso testimonial para evitar que salga a la luz una verdad (que fue el ejército quien causó la masacre y se la adjudicó a la guerrilla) contraria a sus intereses en la región.

Sin embargo, los esfuerzos de Acosta no son suficientes para sobrellevar la carga del filme, con ese tono monocorde de sumario judicial leído por una Alexa baja de batería y la ruptura de la cronología de unos hechos que solo aporta confusión y que carece de cualquier valor dramático y/o expresivo. Y es que, en ocasiones, el peso de la historia deja de ser el sostén que justifica una película para que convertirse en el lastre que la hunde.

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