De nuevo la música de Mozart se adueña del Liceo a partir del lunes. Toca ahora adentrarse en el proceloso y no obstante diáfano mundo de La flauta mágica, una ópera singspiel en la que el compositor salzburgués y su libretista, el sagaz y adiestrado Emanuel Schikaneder, quisieron decir una serie de cosas importantes, latentes en las teorías surgidas en torno a la Ilustración (o su equivalente alemán Aufklärung) y, paralelamente, en los contenidos de las ideas de la francmasonería, que hacía poco había penetrado en los círculos cultos de Viena.
En esa época de finales del XVIII –la obra se estrena en el Teatro de los Vieneses el 30 de septiembre de 1791– era frecuente la representación de piezas de carácter exótico-popular-heroico, que adquirían en ocasiones el aire de pantomimas y que jugaban con elementos asimismo de naturaleza fantástica. El precedente más directo se localiza en París, en 1731: la novela francesa Séthos, histoire ou vie tirée des monuments anecdotes de l’ancienne Égypte, traduit d’un manuscrit grec, escrita por el abate Terrasson, inspirado a su vez, según D’Alambert, en el Télémaque de Fenelon.
Mozart logró en La flauta mágica la unidad dentro de la diversidad. Unidad ensalzada por Alfred Einstein como el rasgo más destacado de la obra y que era vista por Emmanuel Hocquard muy agudamente cuando manifestaba que nos encontramos ante una totalidad dramática que engloba en un microcosmos escénico las situaciones esenciales de la vida humana. Totalidad que es presentada para que emerja lo que es el centro vital de la ópera: el amor purificador (y representativo de tantas cosas) de la pareja protagonista Pamina-Tamino. Un rápido recorrido por la partitura nos revela que es una especie de precipitado de los más diversos estilos que pululaban por la Viena de la época, antiguos –incluso arcaicos– y modernos, germanos o austriacos, franceses o italianos.
En favor de la natalidad
En primer lugar, el lied vienés, es decir, la canción de carácter popular, que no otra cosa son las intervenciones de Papageno. Ese transparente pajarero u hombre pájaro, una suerte de alter ego mozartiano, canta una música deliciosa montada sobre estrofas regulares. El número de ópera bufa lo hallamos en la primera intervención de las tres Damas, que se pisan ordenadamente las unas a las otras en un juego de extrema habilidad; también en el Trío Papageno-Pamina-Monostatos y, por supuesto, en el dúo Papageno-Papagena, una auténtica declaración en favor de la natalidad más desbordada. La pieza fantástica se da en los Tríos de los Niños o Genios. Maravilloso el Cuarteto Niños-Pamina (21-II), de una variedad melódica y una acentuación rítmica contagiosas, y en el que se escucha una de las frases más bellas de la soprano. Por no hablar de las arias de la Reina, de Tamino, Pamina o Sarastro.
El Liceo cuenta con la famosa puesta en escena de David McVicar de la Royal Opera House, que nos transporta a un mundo fantástico de animales danzantes, máquinas voladoras y cielos estrellados. Por ese ámbito se moverá un relevante equipo vocal presidido, en el primer reparto, por la Pamina de la lírica y elegante Lucy Crowe, que se alternará con la ascendente y muy segura pese a su juventud Serena Sáenz. Tamino es Javier Camarena, todo un lujo; Sarastro el contundente bajo Stephen Milling. Kathryn Lewek se alternará, como Reina de la noche, con otra estrella de nuestro juvenil firmamento, Sara Blanch, ninguna de las dos, es cierto, como sucede hoy, poseedora de una voz de drammatica d’agilità, que sería lo prescriptivo.
Y, como factor de gran atractivo, la presencia en el foso del siempre entusiasta, caluroso y cada vez más ‘puesto’ Gustavo Dudamel. Será muy interesante comprobar su veta mozartiana.