En una época marcadamente materialista, en la que el positivismo filosófico, los éxitos científicos, los movimientos sociales de raíz socialista, el realismo y el naturalismo en las bellas artes y en la literatura resumían el signo de los nuevos tiempos, Aida surge como un vestigio del último Romanticismo.
Este aliento de otra época estaba, sin embargo, perfectamente compensado por la elección del espacio histórico de la acción dramática, el Egipto de los faraones, cuya fascinación cotizaba al alza. La coincidencia de su composición con el descubrimiento arqueológico de la civilización faraónica alimentó la tendencia de que el Egipto de Aida debía ser tan fidedigno como fuera posible reproducir en un escenario, o en un circo romano reconvertido en palco escénico.
Aquel espacio del drama que para los románticos tenía un valor instrumental —era simplemente el espejo en el que se expresaba la emoción— acabó convirtiéndose, en el caso de la pobre Aida, en el objetivo principal de la representación. Un disparate, fomentado en su momento por la voluntad explícita del Jedive de Egipto de comisionar una ópera inspirada en la historia de su país, que diera a conocer internacionalmente la nueva Ópera de El Cairo y, encima, con la mediación del prestigioso egiptólogo francés Auguste Mariette, a quien se le había encargado crear un argumento inspirado en la supuesta costumbre de los antiguos egipcios de enterrar vivos a los traidores a la patria.
Entre tanto, la más extravagante egyptierie invadía el diseño, la arquitectura, la moda femenina, el mobiliario burgués e incluso los servicios de mesa de las grandes mansiones; y el propio Verdi ponía la puntilla dotando a la obra de un pintoresco color local cuyo mejor ejemplo serían las trompetas que el compositor haría construir para la marcha triunfal del segundo acto, instrumentos largos y rectos de sonido estridente, alejados de las trompetas habituales de las orquestas del siglo XIX.
El resultado acaba siendo lo que Ramon Pla denomina un "buen ejemplo de arte pompier. Es decir, ese tipo de arte que quiere ser brillante y que seguía esquemas historicistas y retóricos del Romanticismo en plena época realista".
Pero este Verdi de la madurez es demasiado excepcional para que pueda vencerlo lo que preserva la partitura de nostalgia por el arte de la época precedente; y también por lo que acabe fomentando —tantas veces— la puesta en escena de turno de kitsch y de carnavalada decadente. Incluso la Marcha triunfal, el fragmento estelar de los discos publicitados —ironiza Terenci Moix— como "música clásica para los que odian la música clásica" dista mucho de ser una mera exhibición de vacuo colosalismo escénico.
"Esa confluencia de los fastos de la realeza, el clero, la milicia y las ambiciones de Radamés, todo ello en contraposición al lamento de los vencidos y la furiosa irrupción de Amonasro, león acorralado cuyos rugidos llegan a imponerse al pleito sentimental de Amneris y Aida —escribe Moix— resulta profundamente emocionante", mucho más allá de aquel barniz pompier que tampoco se le puede negar.
Decía Wieland Wagner, que adoraba la obra, que Aida expone cómo el poder religioso, en su fanatismo inmisericorde, frena la libertad, la conciliación y el amor. Y es que, en su esencia, lo que nos cuenta Aida es que el amor es más poderoso que el odio entre los pueblos, que el conflicto entre convicciones religiosas incompatibles, que las diferencias sociales e incluso que las traiciones. El amor entre Aida y Radamés es tan sólido como el muro que impide su consumación.
En realidad, es un drama íntimo sobre un amor sacrificado a los intereses del poder, desarrollado, eso sí, en un contexto que evoca el esplendor de una civilización de la que se estaba descubriendo un legado indescifrable, supersticioso, ritual y espectacular. La grandeza de Verdi consiste en no integrar los dos planos individual y colectivo de la obra, sino en simplemente superponerlos.
Más allá de esas escenas de masas tan fáciles de caricaturizar, hay que insistir que esta es una obra que expresa, ante todo, el amor, los celos, la nostalgia y la humillación de unos personajes encerrados en alcobas, en parajes clandestinos, en la oscuridad de la noche o entre las piedras de la propia tumba. En los claroscuros de esos espacios íntimos reside la auténtica grandeza de esta obra portentosa.
Pero será inevitable, por mucho que insistamos en lo contrario, que muchos admiren estrictamente lo aparatoso, lo grandioso y lo espectacular. Y el hecho de que Aida sea, también, ese despliegue de oropeles debe haber favorecido, sin duda, que se haya convertido en la ópera más popular de la lírica italiana, y casi en una auténtica fiesta.
Su regreso al Teatro Real quiere ser, en el fondo, eso: una fiesta de autohomenaje en ocasión del 25 aniversario de su reinauguración. Esta Aida que en 1998 dirigió Hugo de Ana fue uno de los espectáculos emblemáticos de las primeras temporadas de aquel Teatro Real recién reconvertido en teatro de ópera. El mismo director de escena readaptó aquella gigantesca producción y la convirtió, en 2018, en una brillante producción de repertorio.
Para el Teatro Real es imprescindible disponer de una producción de repertorio de un título como Aida, sobre todo cuando, además, en su día, la institución hizo el esfuerzo de dotarse de una de las puestas en escena más espectaculares que existen de la ópera de Verdi. Las producciones de repertorio se reponen regularmente, y los teatros amortizan su inversión a lo largo de décadas.
Un buen ejemplo, también con Aida, es la puesta en escena de Sonja Frisell para el Metropolitan neoyorkino, que se estrenó hace treinta y cuatro años y se ha repuesto en más de diecisiete temporadas.
El Teatro Real, en cambio, estrenó su producción de Aida hace veinticuatro años y la ha repuesto, incomprensiblemente, en dos únicas ocasiones. Es una anomalía que corregiremos parcialmente esta temporada con varias compañías de cantantes extraordinarios que vindicarán sobradamente el retorno del espectáculo.
Conscientes de que, de la misma manera que los teatros deben tener un discurso artístico que mire al futuro con decisión y valentía, también es crucial, de vez en cuando, tomar conciencia de nuestros orígenes: saber de dónde venimos, nos guste o no. Y esta monumental —y también bellísima— Aida patrimonial del Teatro Real lo deja muy claro.
Joan Matabosch es director artístico del Teatro Real