Qué duda cabe de que uno de los mayores acontecimientos de la temporada operística es la presentación en el Teatro Real de La nariz de Shostakóvich (1906-1975), una obra corrosiva, satírica, demencial, crítica de una sociedad. El compositor tenía la mirada y el oído muy abiertos hacia el exterior y no dejaba de recibir influencias del más diverso signo: modernismo de las vanguardias foráneas, de Paul Hindemith o de Ernst Krenek, aromas de Arnold Schönberg y su escuela, Ígor Stravinski…
Podría definirse a esta extraña obra como pieza de cabaret u ópera de circo; huye de cualquier asomo de lirismo al viejo estilo. “Es una formidable mecánica teatral, un collage de estilos”, según Piotr Kaminski. La nariz es el usurpador social. Nikolái Gógol, en quien se inspiró Shostakóvich, tenía su propia visión de la sociedad rusa en tanto que farsa grotesca.
Puro exceso
Desde su estreno el 18 de junio de 1930 en el Teatro Maly Óperny de Leningrado, la obra –subraya Jean-François Boukobza– no ha conocido más que el exceso: en la visión de los críticos de la época, que la consideraban anarquista y, sin embargo, formalista, y de los censores stalinianos; exceso también en el olvido y el silencio en los que la obra estuvo inmersa durante más de 40 años, hasta su reposición en Moscú en 1974.
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En ese momento y en todos los años transcurridos hasta ahora late una pregunta: ¿por qué Shostakóvich recuperó un relato de Gógol de 1834 como fundamento literario de su primera ópera? Parece que la elección obedeció a razones puramente prácticas, como se deduce de estas palabras del propio compositor, que mencionaba cuatro razones fundamentales que justificaban su elección: La nariz es la más importante de las sátiras de la época del zar Nicolás I; los diálogos y el texto tienen un enorme poder expresivo; la novela comporta un enorme potencial de situaciones escénicas originales; y el texto es fácilmente trasladable a la escena.
Otro experto en Shostakóvich como su biógrafo Krzysztof Meyer ponía el acento en el hecho de que en cada página de la partitura hay ideas originales e innovadoras. Sucede, por ejemplo, que como el canto tradicional, y menos todavía la cantilena lírica, no se adaptan a la narración de Gógol, en La nariz se utiliza el recitativo casi de principio a fin, con lo que se propicia un mayor subrayado del texto, aún más eficaz por el hecho de que en algunos pasajes se prescribe que se cante con la nariz tapada. Y no olvidemos el carácter sinfónico de la parte instrumental, mucho más importante que en la ópera tradicional.
La nada fácil partitura, llena de guiños, de contrastes, de bruscos cambios rítmicos y dinámicos, estará en las manos del eficiente director británico Mark Wigglesworth
Obra singular, pues, que precisa de una suerte de teatro del absurdo con cerca de una noventena de papeles que, naturalmente, se distribuyen entre menos cantantes. En el Real se cuenta con la sin duda reveladora producción de Barrie Kosky, regista australiano bien conocido de nuestro público que eligió esta pieza para debutar en el Covent Garden.
En ella, según el musicólogo Sergio Vela, Shostakóvich plantea, con base en un libreto redactado por él mismo y por Aleksandr Preis, Gueorgui Ionin y Yevgueni Zamiatin, un entramado de juegos mentales, un subrayado de aspectos grotescos de la realidad y, si se quiere, un surrealismo avant la lettre. Todo ello en el curso de una partitura que podríamos calificar, de acuerdo con lo expuesto, de vanguardista.
“Shostakóvich creó una brutal pesadilla para cualquier director por la manera de estructurar la acción mediante una sucesión de escenas muy cinematográfica, sin apenas margen para ejecutar las transiciones en escena. Es un problema y un magnífico desafío a la vez”, señala Kosky. “Y luego es una ópera muy compleja desde el punto de vista interpretativo por la dificultad psicológica.
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El protagonista es, a primera vista, un tipo que no genera ninguna simpatía. Alguien obsesionado con el estatus social, ambicioso, que no para de hablar de sí mismo. Es sucio, huele. Es una representación grotesca de un oficial ruso y uno tiene que conseguir que ese tipo sea no agradable para el público pero sí al menos comprensible, e incluso que se sienta desconcertado porque empiece a notar algo de empatía hacia él. Porque, no en vano, lo que sufre es algo que nos toca a todos: la falta de la nariz simboliza, en el fondo, la pérdida y el miedo”.
Látex a discreción
Barrie Kosky, artista imaginativo donde los haya, reconoce que una de las primeras cuestiones a resolver era cómo representar a un hombre que ha perdido la nariz después de afeitarse. “En otras producciones he visto alusiones simbólicas a esa carencia física. También alguna en la que la pintan de negro. Pensé: ¿y por qué no le ponemos a todos los personajes una nariz grande de látex para remarcar esa carencia? Hicimos unas cien de ellas. En la primera parte del montaje hay un niño que baila claqué dentro de una nariz. Luego hay números coreográficos con más narices andantes que danzan al estilo de Busby Berkeley”. Hallazgos inteligentes que hacen de esta producción una auténtica fiesta para la imaginación .
La nada fácil partitura, llena de guiños, de contrastes, de bruscos cambios rítmicos y dinámicos, estará en las manos del eficiente director británico Mark Wigglesworth, muy hábil en este tipo de retos. El personaje principal lo encarnará el bajo Martin Winkler, a quien acabamos de ver, en el mismo escenario, en la piel del Conde Waldner de la Arabella de Richard Strauss. Voz fornida y rotunda, algo bronca, la suya.