'La nariz', una obra excesiva en todos sus aspectos
Esta obra de Dmitri Shostakovich que programa el Teatro Real y dirige Barry Kosky es apabullante, extrema, una explosión de neuronas agitadas a mil por hora y sin apenas sosiego.
“Yo no quiero ver esta ópera de las narices!”. Esta frase, tal cual, la grita a pleno pulmón un supuesto espectador desde un palco del segundo piso a los pocos minutos de arrancar la función de La nariz de Dmitri Shostakovich en el Teatro Real. A renglón seguido, otro actor camuflado, esta vez en patio de butacas, se suma y chilla "qué vergüenza ver esto en el Teatro Real".
No deja de ser irónico que el teatro se ponga la tirita antes de que al terminar la función llegue la temida herida: una reacción negativa de los espectadores ante una obra excesiva en todos los aspectos. Curiosamente fueron solo estos dos "espectadores" los que criticaron tan notoriamente esta función -muchos otros fueron saliendo silenciosamente a lo largo de la representación, sin tanta algarabía. Pero al terminar las casi dos horas sin interrupción, la reacción mayoritaria fue un caluroso aplauso que en el caso del protagonista, Martín Winkler, se convirtió en una gran ovación.
Estamos ante una obra claramente de juventud. Shostakovich tenía solo 21 años -¡21 años!- cuando compuso La nariz, recién terminada su formación en el Conservatorio y disfrutando del éxito de su Primera Sinfonía. Pero tardó tres años más en estrenarla en Leningrado, donde cosechó severas reacciones negativas del púbico y especialmente de la clase política e intelectual comunista.
Tras 19 funciones, el titulo no volvería a un escenario hasta 44 años después, cuando Rozhdéstvenski la recuperó en 1974 tras encontrar -según el músico- la única partitura sobreviviente en la Unión Soviética. Hoy día, casi 100 años después de su estreno, la partitura mantiene el salvajismo cromático, el rotundo exceso musical, la durísima y casi constante presencia de la percusión y un electrizante y casi permanente éxtasis sonoro: todo es duro, fuerte, alto, ruidoso, excesivo, complicado, desordenado en La nariz.
El libreto fue escrito por el propio compositor en colaboración con otros autores -Yevgeny Zamyatin, Georgy Ionin y Alexander Preis- y se basa, con una fidelidad asombrosa, en un cuento corto de Gogol de mismo título, escrito entre 1833-1835 y publicado en Sovreménnik, una revista literaria fundada por Pushkin. Shostakovich respeta escrupulosamente el cuento corto pero amplía el libreto tomando prestados algunos textos de otras obras del propio Gogol y Dostoievski.
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El relato de Gogol, disponible en español, tiene apenas 30 páginas y narra la historia de Kovaliov, un funcionario de bajo rango que se despierta un día y descubre que su nariz ha desaparecido. Al buscarla desesperadamente por todo San Petersburgo la encuentra viviendo su vida independiente como un funcionario de alto rango: consejero de estado. Tras muchas peripecias, Kovaliov recupera su nariz y finalmente en el cuento -no así la ópera en la versión de Kosky- el funcionario puede de nuevo vivir tranquilo con la nariz en su sitio.
La partitura mantiene el salvajismo cromático, el rotundo exceso musical, la durísima presencia de la percusión y un electrizante éxtasis sonoro
Esta ópera tiene nada más ni nada menos que 77 personajes. Es endiabladamente difícil de poner sobre un escenario porque hay que montar un tetris escénico para que un puñado de cantantes, actores y bailarines puedan cubrir varios papeles y permitir sacar adelante la velada. A lo que hay que añadir el coprotagonismo de un personaje, una nariz, que juega obviamente un papel relevante en toda la velada.
La producción de la Royal Opera House de Londres, donde se estrenó en 2016 y que se ha traído el Teatro Real -desconoce uno por qué en el programa de mano hablan de nueva producción- fue creada por Barry Kosky, que apuesta por una serie de formatos de narices, pequeñas, minúsculas, grandes o muy grandes, con forma de nariz o de pene y las hace pasear, bailar claqué, colgarse de un gancho, caber en una servilleta o cogerse con pinzas.
Klaus Grünberg, el escenografo, recrea un esquemático decorado muy neutro, en colores negro y gris, con una boca de escenario que asemeja una mirilla -todo muy voayeur- desde la que cotilleamos una producción caótica en la que se fija una plataforma circular, epicentro de la acción.
Hay momentos en los que no se puede decidir dónde hay que mirar porque la contaminación escénica sobrepasa cualquier esfuerzo de centrarse en algo
La propuesta de Barry Kosky en este escenario es apabullante, extrema, desenfrenada, una explosión de neuronas agitadas a mil por hora. No hay apenas un segundo de sosiego, más allá de un momento en el que un personaje toca una mandolina, avanzada ya una hora de la función. Esta sobreexcitación constante, esta locura pasada de rosca, esta catatara de ideas amontonadas una sobre otra, esta demasía de personajes y cosas que pasan a toda velocidad, a ratos es divertida, con momentos delirantes, simpáticos y hallazgos brillantes -como el magnifico baile de claqué de las narices a cargo del coreógrafo Otto Pichler, maravilloso! Pero hay números en los que simplemente no se puede decidir dónde hay que mirar, qué hay que ver porque la contaminación escénica es de tal magnitud que sobrepasa cualquier esfuerzo de centrarse en algo.
Kosky, uno de los más grandes registas actuales, autor de la aclamada Flauta Mágica con audiovisuales que hemos disfrutado dos temporadas en el Teatro Real, es un prodigio, un talento dopado de ideas. Un enorme hombre de teatro, obsesivo con el detalle más nimio de cualquier personaje, preocupado por definir y pulir desde los tics y gestos de Kovaliov hasta los movimientos de cabeza de cualquier ser viviente que circule por el escenario. Pero en esta ocasión, su propuesta para Londres que ahora vemos en Madrid peca de un regusto de exceso total de más y un déficit de hondura política de menos.
El propio Shostakovich afirmó que “La nariz es una historia de miedo, no una broma”. Pero Kosky apuesta decididamente por la parte más cómica del libreto y deja de lado el análisis más crítico a la burocracia estalinista. Decide pasar de puntillas por el absurdo que Gogol identificó en la sociedad zarista a comienzos del XIX y que Sostakovich recupera en el régimen comunista ruso, y opta por una serie de personajes que uno diría que van hasta las cejas de pastillas y excitantes, a los que suma una retahíla de guiños escatológicos, de los que no ahorra ninguno: pedos, escupitajos, gapos, flemas, ronquidos, tríos, mamadas, bailarines barbudos disfrazados de can-can abrigados con pieles o la escena que a uno le revolvió más: Kovaliov quitándose el calcetín, hurgándose los pies y luego olisqueándose los dedos. Un tic que el personaje repite más adelante con otras situaciones igual de grimosas. Tan descriptivo que Kosky arriesga a que los espectadores al final nos quedemos con la sensación de una consecución de escenas sobrecargadas pero sin sentido.
Musicalmente Mark Wigglesworth desde el foso se alinea con el despilfarro escénico y saca una noche explosiva, apostando por un sonido corpulento donde la percusión toma el protagonismo, con multitud de toques contrapuntísticos, sonidos que buscan intencionadamente una discordia emparejada con el absurdo en el escenario. Especialmente brillante la labor de los metales para dar ese sinuoso ritmo jazzístico, tan característico ya en el joven Shostakovich, y esas melodías repletas de intencionalidad. Wigglesworth consigue orden donde no hay una estructura musical clara, ni armonía, ni melodía y donde domina lo que pareciera una suma de efectos sonoros estruendosos que suenan como una cacofonía desordenada que consigue domar el director británico.
Vocalmente hay dos intérpretes que sobresalen con rotundidad entre la pléyade de participantes. Vasily Efimov, que entre los varios personajes que interpreta destaca como Ivan, el criado de Kovaliov. Excelentes dos de sus apariciones con unas estupendas intervenciones. Y sin duda la estrella de la noche, Martín Winkler, viejo conocido del público del Teatro Real, en el que hace apenas unas semanas interpretaba a un irreconocible padre de Arabella o como partícipe en los dos últimos títulos wagnerianos de la reciente Tetralogía programada en el teatro: Siegfried y El Ocaso de los Dioses.
Pero sin duda es en esta Nariz en la que Winkler ha destacado sobremanera por su extraordinaria fortaleza, una capacidad sobrehumana al permanecer prácticamente dos horas en el escenario cantando, bailando, saltando, vestido, desnudo o embutido en un personaje histriónico al que con un extraordinario talento sabe sacar partido. Su conocimiento de Kovaliov es amplio y viene de lejos: debutó el rol con esta misma producción en Londres pero en aquella ocasión cantaba en inglés, no en el ruso original de la partitura.
El barítono austriaco es además un excelente actor y a momentos sabe mostrar el autobombo, la tonta pomposidad, la vanidad y la coquetería del personaje como en otras ocasiones muestra la perdida, la desorientación y la angustia del pobre funcionario. Al final, este actor-cantante tan hábil como buen músico, consigue crear una especie de payaso tragicómico de gran hechura y no sabes si compadecerte o tomar manía al pobre Kovaliov. Una interpretación de un extraordinario nivel.
Bievenida esta Nariz, este vodevil, heredero del cabaret de la República de Weimar, que no deja indiferente: tras dos horas la sensación es de agotamiento físico y mental, una saturación de imágenes teatrales en erupción y los oídos llenos de confusión en la que hay sin duda mucha buena música.