Se cuenta en Génesis 3:24 que, en castigo por haber probado el fruto del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, Yahveh expulsó a Adán y Eva del Jardín del Edén, rodeó este de querubines que lo custodiaran, y puso a sus puertas una espada giratoria de fuego que impedía la entrada.
Es de suponer que, con el tiempo, la espada se consumiría, y los querubines, aburridos, aceptarían el soborno de periodistas y agentes de viajes, que de un tiempo a esta parte no hacen más que dar noticia de lugares por los que se puede acceder al Paraíso. O a lo que queda de él.
Qué oficio extraño: dedicarse a localizar sitios idílicos para que las hordas del turismo los arrasen.
Pero lo más irritante es ese tópico que emplean a cada rato: “Malta: el secreto mejor guardado del Mediterráneo”, “Saba: el secreto mejor guardado del Caribe”, “Las islas Vega: el secreto mejor guardado de Noruega”, etc., etc., etc.
Qué manía de revelar secretos bien guardados. (Como decía un amigo: “Si ha llegado a mis oídos, es que ya no vale la pena ir”.)
Mi ciudad, Barcelona, estaba llena de casas de comidas, placitas, bodegas, rincones que frecuentaba y que los periodistas gastronómicos y los buscadores de secretos de Lonely Planet han convertido en avisperos de gente haciendo cola.
Pero la frasecilla de marras, esa del “secreto mejor guardado”, un lugar común, también es empleada con frecuencia por editores, críticos y comentaristas literarios. Uno ya ni levanta la oreja cuando oye decir de un escritor que es “el secreto mejor guardado” de la literatura de su país.
Si el autor está aún con vida, puede que un éxito tardío lo descoloque, se le suba a la cabeza o lo paralice o lo corrompa
Recuerdo que fue así como saludó Rafael Conte la publicación en España de César Aira: “el secreto mejor guardado de la literatura argentina”. Y ya ven ustedes. Hasta en la sopa. Si bien ocurre a veces, admitámoslo, que, por mucho que se propague, el secreto mejor guardado permanece siendo un secreto. A lo mejor es porque la frasecita funciona también, en ciertos contextos, como un consolador eufemismo del fracaso.
Pero lo que vengo a preguntarme aquí es qué diferencias se dan entre el inescrupuloso periodista que, indiferente a las consecuencias, no puede evitar dar publicidad a un lugar cuyo único encanto, en muchas ocasiones, reside en su carácter discreto, casi clandestino, que se echa a perder tan pronto conoce el éxito masivo, y el reseñista o editor que “descubre” a los lectores a un autor ignorado hasta el momento, a pesar de tener tras de sí, a menudo, una obra ya considerable.
De buenas a primeras, uno diría que se trata de dos acciones de efectos casi opuestos, dado que el reportero de viajes acarrea fatalmente la destrucción de aquello que descubre y propaga, en tanto que nada pierden los libros de ese autor hasta entonces ignorado por que sean leídos, de pronto, por un gran número de lectores.
Maldigo al primero que reseñó en una guía turística la Cova Fumada de la Barceloneta. Pero ¿a quién se le ocurriría objetar que los editores de Farrar Straus “redescubrieran” a Lucia Berlin y se convirtiera en un fenómeno internacional?
Claro que no todo es tan sencillo. Si el autor está aún con vida, puede que un éxito tardío lo descoloque, se le suba a la cabeza o lo paralice o lo corrompa. Recuerdo casos.
Y luego está, cómo no, la vanidad de los hipócritas lectores. Celosos de que el gran público descubra a ese autor que uno custodiaba casi como si fuera un bien propio, y cuya mención le servía de contraseña para identificar a unos pocos enterados.
Qué calamidad, verse de pronto vulgarizado. ¿No será que el anillo ese tan valioso era de oro falso?