Clint Eastwood dijo una vez que las dos únicas formas artísticas puramente norteamericanas eran el jazz y el western. El jazz fue rápidamente asimilado por los intelectuales europeos, pero todavía hay quien cree que las películas del oeste sólo son divertimentos infantiles y trasnochados. Personalmente, no cambiaría Río Conchos o Will Penny por toda la literatura española contemporánea, pero es que estoy a medio civilizar y eso tenía que notarse. El paso por nuestra cartelera de The collected Works of Billy the Kid sirve para recordarnos que el western no es, como pudiera parecer, algo ajeno al teatro. El director del montaje, Dan Jemmett, será yerno de Peter Brook pero su espectáculo no está a la altura de la prosa hermosísima de Michael Ondaatje, quizá porque ha confundido el teatro tosco con el teatro feo y el espacio vacío con la vacuidad de ideas. Dicho de otro modo: ni comparación con Peckinpah. Aunque en términos de género, que es lo que me interesa resaltar, la obra forma parte de una larga tradición: ha habido westerns teatrales, antes, desde The Girl Of The Golden West, de David Belasco, que además inspiró una ópera de Puccini, La fanciulla del West, hasta la célebre Indians, de Kopit, que comparaba la guerra de Vietnam con los enfrentamientos entre indios y blancos.

Más aún, el western generó su propia forma teatral, el drama de reconstitución: un forajido o un hombre de ley que habían llevado a cabo una hazaña en la vida real, la convertían luego en espectáculo, interpretado, y esto es lo grande, por ellos mismos. Por supuesto, la historia era convenientemente alterada para hacerla más "dramática", y si el sheriff de turno se había enfrentado a un bandolero borracho, sacaba en escena a cuatro, y muy sobrios, para enfatizar su propio valor. Yo descubrí esto en un tebeo de Lucky Luke y creí que era broma, porque las historias serias de teatro lo pasaban por alto; más tarde descubrí que era verdad, y fui yo quien empecé a pasar por alto las historias serias del teatro.