Teatro

Ochomiles

19 junio, 2009 02:00

El domingo, Día Europeo de la Música, el Auditorio Nacional y la Fundación Albéniz de Madrid tendrán una nueva oportunidad para rendir tributo a la memoria de un europeísta como Isaac Albéniz en el año en que se conmemora el centenario de su muerte. José De Eusebio, protagonista de las jornadas y uno de los mejores conocedores del legado albeniciano, analiza aquí el síndrome que hace que Merlín, Pepita Jiménez y Henry Clifford sigan aún sin programarse.

Hay en nuestra sociedad un modelo de cretino particularmente cargante: ese que se define como "coleccionista de experiencias extremas" (la pedantería del apodo es suya, no mía). Su perfil es éste: hombre o mujer de unos cuarenta o cuarenta y cinco años, profesional liberal con dinero, sin hijos, o con ellos pero como quien tiene muebles de diseño en casa, aficionado a pasar las vacaciones en algún lugar cuanto más exótico mejor haciendo cosas tales como escalar ochomiles, nadar entre tiburones, descender a volcanes, o esquiar entre osos polares para luego contarlo. Como le gusta mucho la publicidad, se ha creído eso de que "hay que vivir la vida intensamente" que cuentan en los anuncios de coches. Me recuerdan a cierto tipo de actor estrella que también se pasa la vida saltando de ochomil en ochomil: sólo hace los Grandes Papeles de las Grandes Obras, como si los coleccionase, Hamlet, ya lo tengo, Peer Gynt, también, a ver, me falta un Edipo, ¡marchando! A unos y a otros les pasa lo mismo: prisioneros de un ego inmenso, típico del que no pasó de la adolescencia emocional, creen que van a encontrar fuera lo que ellos mismos no tienen dentro. Por eso en cuanto suben a un Everest ya están deseando bajar para empezar con un Kanchengunga, pero como el problema es suyo y no de los ochomiles, jamás consiguen curar su ansia. Cuando se critica la escasez de obras contemporáneas en nuestros teatros, enseguida se echa la culpa a los productores, públicos o privados, pero se olvida la responsabilidad de estos escaladores cuyo desasosiego fuerza un tipo determinado de programación. Porque, como escribió Thoreau, el que sabe pasear está a gusto en todas partes.