Teatro

Camus, un maestro de la Muerte

Ante el estreno de Calígula en el Fernán Gómez

5 marzo, 2010 01:00

En una anotación de enero de 1937 recogida en sus Carnets, Camus planea una pieza teatral sobre el sentido de la muerte. Lo que el dramaturgo vislumbra con más claridad son las palabras finales del héroe, un emperador virtuoso transformado por la pérdida de su hermana y amante: "Calígula no ha muerto", escribe el maestro. "Está aquí y allá. Está en cada uno de vosotros. Si el poder os fuera dado, si tuvierais corazón, si amárais la vida, veríais desencadenarse ese monstruo o ese ángel que lleváis dentro".

La obra que Camus finalmente escribió no nos deja ver al primer Calígula. Al alzarse el telón, quienes lo esperan -nadie sabe de él desde hace tres días y tres noches, cuando lo vieron tocando el cadáver de Drusila- aseguran que nunca quiso causar sufrimiento a otros, pero el Calígula que entra en escena es ya un maestro de la muerte. Tampoco el final que conocemos es el proyectado, pues al emperador agonizante le basta proclamar, entre risas: "!Todavía estoy vivo!". Si Calígula vuelve una y otra vez a los escenarios es porque, en efecto, está vivo. O, por decirlo con las palabras del antiguo plan, porque está en cada uno de nosotros.

Calígula viene de tocar la muerte. En el cadáver de Drusila ha descubierto que no hay otra libertad que aquella que nos iguala a la naturaleza: la libertad de matar sin dar razón. A ella se entrega el joven emperador, que si alguna vez perdona no lo hace por compasión, sino para expresar de otro modo su poder.

Calígula no es un tirano frente al que quepa disidencia -al modo en que la abre Antígona ante Creonte-, sino una lógica en acción: quien tiene poder debe ejercerlo sin límites; sobre todo, nunca debe reconocer a un ser humano como un límite. Más allá de toda culpa, Calígula se erige en ley y juez de un proceso en el que todos los demás -hombres sin poder- son, de antemano, culpables. El único inocente se iguala a los dioses, tan cruel como ellos, tan incomprensible, a infinita distancia de la humanidad.

Desde su absoluta soledad, como no reconoce la vida, se ríe de su propia muerte. Camus no da a Calígula un antagonista. No lo es Quereas, que acaba cediendo a la lógica del maestro, cuyo bello rostro apuñala al frente de una turba de pequeños conjurados. Podría haberlo sido el huérfano Escipión, tan puro en su humildad como lo es Calígula en su desprecio. Escipión podría responder a la lógica de la muerte con un acto de vida -como Cristo contesta el discurso del Gran Inquisidor con un beso-, pero Camus decide apartarlo de la última escena. Nos deja solos frente al pedagogo, que grita "Todavía estoy vivo" sin que nadie le dé respuesta.

Sólo el espectador puede dársela, si la encuentra en su corazón.