Image: Retratos

Image: Retratos

Teatro

Retratos

15 abril, 2016 02:00

Un momento del montaje Viaje del Parnaso, que Ignacio García May adaptó en 2005 para la CNTC

Shakespeare

William Shakespeare fue un actor, dramaturgo y empresario teatral inglés que hizo fama y fortuna durante los reinados de Isabel I y Jacobo I. Escribió sobre reyes medievales, emperadores romanos y jóvenes enamorados, y lo hizo como se hacía entonces (y, en gran medida, sigue haciéndose hoy): saqueando impunemente materiales ajenos, colaborando pública o privadamente con otros autores y aprovechando las aportaciones que sus actores hacían durante los ensayos. Era un excelente dramaturgo, pero en ningún caso “el inventor de lo Humano”, como asegura ese pedante insufrible de Harold Bloom, ni tampoco “el mejor dramaturgo de todos los tiempos” como tantos pretenden; entre otras cosas porque tan absurda categoría no existe más que en la mente de algunos que necesitan ídolos para subsistir. Probablemente fue un arribista: ni entonces ni hoy se relaciona uno tanto con el poder sin pagar ciertas regalías. En vida tuvo mucho éxito. Luego fue despreciado y olvidado. Los románticos lo rescataron de manera sui generis y por sus propios intereses. A finales del siglo XIX dejó de ser un autor para convertirse en objeto de una religión que no ha dejado de crecer. La canonización de Shakespeare fue tan demencial que provocó una reacción en sentido inverso: la de aquellos que niegan que escribiera sus obras. Según ellos, no es aceptable que aquel señor de pueblo hubiera escrito obras tan perfectas. La cuestión es que NO son tan perfectas: en el catálogo del Bardo hay momentos extraordinarios y otros penosos, incluso dentro de una misma obra. Hamlet y el Rey Lear son textos prodigiosos, infinitos. El Cuento de invierno y Antonio y Cleopatra también, pero no gozan de tanto prestigio. La gran virtud dramatúrgica de Shakespeare fue la de entender que todos los personajes tienen sus razones, y si volviéramos a tratarlo como a un autor en vez de como a un santo veríamos que se deshacen automáticamente todos los mitos construidos en torno suyo y que aparece nítidamente un dramaturgo concienzudo y profesional. El propio Shakespeare no se reconocería en este culto que le dedican: él sólo quería ganarse la vida en una industria popular y ferozmente competitiva. Shakespeare no es nuestro contemporáneo (lo siento, Jan Kott), sino un escritor profundamente anclado en su tiempo, y eso es lo que le hace grande: a través de sus obras asistimos, en toda su complejidad, a aquel profundísimo cambio de eje que supuso el paso de lo medieval a lo barroco. La gente dice que le entiende, pero sólo porque normalmente se lo explican primero de manera pueril en los colegios (Hamlet o la Duda, Otelo o los Celos, etc) y luego se lo administran en versiones tramposas en las que se insertan a la fuerza nuevos, y a menudo caprichosos, significados. Que Shakespeare ocupe un lugar tan importante en nuestro tiempo sólo indica que el teatro moderno está moribundo y no tiene nada propio que decir. En realidad, Hijos de la Anarquía o Juego de Tronos se parecen mucho más a lo que Shakespeare era en su tiempo y para su público que la práctica totalidad de los montajes literales (e intelectualizados) que se hacen hoy del autor.

Cervantes

Miguel de Cervantes fue soldado, novelista y poeta. Como amaba el teatro, quiso también ser dramaturgo, pero no tuvo demasiada suerte en ese empeño. Cuando nació, aún reinaba Carlos I; cuando murió, era Felipe III quien ocupaba el trono. Es decir, vivió los últimos años del Gran Imperio español y los primeros de su decadencia. Dicen que se sabe poco de Shakespeare, pero tampoco es que la biografía de Cervantes esté ni remotamente clara. De hecho no hay nada peculiar en esto: en 1600 no existía aún esa estúpida idea contemporánea según la cual la vida de los artistas es muy importante. Casi todo lo que creemos saber de don Miguel proviene de su propia pluma, de modo que bien pudiera estar engañándonos: como se pasó la vida pidiendo favores a unos y a otros, tendía a ornamentar sus propios méritos. Es lo mismo que hacemos hoy cuando presentamos el currículo para buscar trabajo. Se dice que pertenecía a una familia de conversos; no hay pruebas de ello. Recientemente se han puesto en cuestión algunos de los datos biográficos más heroicos del autor: como soldado era novato, y seguramente permaneció en retaguardia. Hay, incluso, quien asegura que la célebre lesión del brazo fue mucho menor de lo que nos han hecho creer, y que él mismo la destacó para asegurarse la pensión de excombatiente. También se defiende ahora que durante su estancia en Argel aprovechó para hacer negocio con las fugas, convirtiéndose en algo parecido a eso que los mexicanos que pretenden cruzar la frontera de Estados Unidos llaman “coyotes”. Si fuera así, tampoco cabría ofensa; los grandes autores suelen serlo porque antes se han interesado en el lado más cuestionable del comportamiento humano. Y vive Dios que Cervantes entendía a los seres humanos. Su teatro, que es lo que aquí nos concierne, fue, en el mejor de los casos (Numancia, Pedro de Urdemalas), raro, fuera de la moda, casi diría posmoderno. En el peor, bastante mediocre: los célebres Entremeses, por ejemplo, son de lo más tontorrón. Supongo que por eso gustan tanto. La España del XVII desatendió a Cervantes; la del XXI, que no es que lo lea demasiado, lo beatifica. Y como don Miguel no tuvo éxito en el teatro y Lope sí, está de moda despreciar a Lope. Muy español, todo ello. La pasión del autor por las tablas hizo que escribiera mucho sobre ellas, al margen de sus propias comedias; eso le ha convertido en una fuente maravillosa de información sobre el teatro. En este sentido recomiendo a los interesados el volumen que le dedicó a este tema la Compañía Nacional de Teatro Clásico, un libro al mismo tiempo profundo y ameno, como le hubiera gustado al propio Cervantes.

S&C

No sabemos qué aspecto real tenían ni Shakespeare ni Cervantes: los retratos que hay de ellos se hicieron después de su muerte o están cuestionados. Tampoco murieron el 23 de abril. El alcalaíno abandonó el mundo el día 22. El inglés, el 3 de mayo. La confusión la provocó Víctor Hugo al confundir el calendario gregoriano y el juliano. De ambos autores queda lo mismo: huesos. Los de Shakespeare están, quizás, bajo una lápida en Stratford, pero no lo sabemos seguro porque la inscripción maldice a quien remueva los restos y nadie se ha atrevido a hacerlo durante siglos. Acaso temen que se les aparezca el Bardo a la manera tenebrosa de Banquo o de Julio César. Los de Cervantes se encuentran en el convento de las Trinitarias, mezclados con los de una veintena de madrileños anónimos. No es probable que don Miguel se levante a aterrorizarnos en forma de espectro. En nuestro país, y eso lo sabía perfectamente Cervantes, los fantasmas son una categoría de los vivos.