Pablo Larraín

El cineasta chileno, que ha encadenado éxitos internacionales como No, El club y Neruda, nos habla de su faceta teatral, de la que da cuenta en el Festival Temporada Alta de Gerona, donde llega con Acceso, monólogo en el que pone en solfa la impunidad de la pedofilia eclesiástica y el hermetismo indiferente de la sociedad con las víctimas.

El club es uno de las más incómodos ejercicios de memoria planteado por Pablo Larraín en su filmografía. Es muy difícil soportar la salmodia en coa (el slang de los suburbios de Santiago) que Sandokán, con hiriente detallismo, profiere contra un grupo de curas con el expediente manchado con bajezas como la pedofilia. Pocos saben fuera de Chile que ese personaje, víctima de las querencias carnales de los párrocos que debían custiodarle, procede de Acceso, un monólogo teatral firmado por el propio Larraín, cineasta con un pasado escénico determinante en su carrera. En el teatro, de hecho, se refugió tras su frustrante debut cinematográfico (Fuga fue maltratada por la crítica), en un tiempo en que era imposible prever que su trabajo tendría un eco triunfante en Cannes o Hollywood.



El Teatro de la Memoria, sala y laboratorio escénico emblemático de la capital chilena, fue la placenta donde se gestó la pieza, un prodigio de oralidad callejera atrapada sobre el papel. "Allí se escribió, se ensayó, se diseñó y se estrenó [ya en 2014]", explica a El Cultural Larraín, al teléfono desde Londres, donde se encuentra promocionando Neruda. Todo el proceso lo desarrolló mano a mano con el actor Roberto Farías. "Durante un periodo de siete u ocho meses, íbamos al teatro cada día, de lunes a viernes, varias horas. Yo le proponía temas e ideas a Roberto y él improvisaba. Lo grababa todo y luego lo transcribíamos. Salieron unas 300 páginas que logré dejar al final en 20, en un texto en el que se cruza una estética del hampa y una poética descarnada". Sandokán escupe esa letanía, con rabia y humor, contra una sociedad que le ha estampado una serie de etiquetas inapelables: marginado, apestado, desclasado...



La orgánica interpretación de Farías de ese vendedor ambulante que se cuela en los autobuses para colocar su mercancía entre los viajeros la podremos ver en Temporada Alta de Gerona el próximo viernes (2), gracias a la producción del festival Sens Interdits-Lyon. El actor transpira sobre las tablas una verdad biográfica: toma como modelo una especie de clochard errante que conoció y trató personalmente. En su parlamento atropellado ensalza a un tiempo las bondades de sus fruslerías y recuerda sus vivencias más turbias: "Y rezábamos desnudo mientras los curitas se tocaban los genitales... Y después hacían toa la cosa sesual, los peletraban analmente... después lo hacían la parte del seso oral...". Sandokán también pone en venta la Constitución chilena y la Biblia. "Es algo normal en este tipo de vendedores. Él intenta explicar su contenido para vender ambos libros pero realmente no los entiende. Acaban mezclándose en su cuerpo y en su cabeza y de ahí surge un absurdo que acaba resultando muy revelador: el Estado abusa a través de las leyes de la iglesia y la iglesia abusa a través de las leyes del Estado".



Un grito de subversión

Larraín incorporó a Sandokán a la historia de El club a posteriori. "Tenía un guion muy viejo guardado sobre una casa de retiro de curas. Y, cuando nos pusimos a hacer la película a partir de él, me pareció muy natural integrar al personaje. Todo calzó en ese momento. Lo cierto es que cuando entra en la película de algún modo se apodera de ella. Sandokán es una metáfora de un Cristo absurdo, abandonado y contemporáneo, una especie de mesías abusado", señala Larraín, que, en efecto, le dedica algunos planos que remiten claramente al Jesús sufriente ascendiendo el Monte Calvario. Dice que la obra, y por extensión la película, no pretende ser "ni una proclama ni un llanto ni una denuncia, tampoco busca cambiar nada. Es sólo un grito de subversión, un testimonio de una violencia que ha estado oculta desde hace muchos años y que explota en la cara y en los oídos de los espectadores. Por eso Farías habla desde el escenario mirándoles a los ojos". El tabú, así, se destapa y acaba incrustándose en sus conciencias como una viruta molesta.



Roberto Farías en la piel de Sandokán, que pone en venta la Constitución chilena

Para municionar tal artefacto Pablo Larraín pasó también muchas horas escuchando a jóvenes del Sename, el órgano estatal chileno encargado de proteger y reinsertar a menores violentados, envuelto en una serie de controversias por el trato indigno que daba a los muchachos en sus centros. Sentía que lo que le contaban ya lo había visto en Los olvidados de Buñuel. "Existe un especie de acuerdo tácito en nuestras sociedades para relegarlos a espacios retirados, sin memoria, peligrosos, donde se abusa de ellos, tienen hambre e incluso mueren. Son víctimas de un mecanismo estatal que no sabe y no se preocupa por aprender a cuidarles. Viven en infiernos en la tierra pero hay que entender que esos agujeros negros están llenos de vida. Espero que los últimos escándalos surgidos en torno al Sename produzcan una reacción colectiva. Yo soy un privilegiado porque mis hijos no están en situación de riesgo pero me siento responsable. Y si podemos hacer algo desde el cine y desde el teatro para detonar esa bomba, bien me parece. Lo que sea, pero algo hay que hacer".



Larraín lo dice y lo hace. No ha dejado de escarbar en los pliegues más sórdidos de la reciente historia chilena. Como esas casas de retiro en las que la Iglesia esconde a sus ‘pastores descarriados'. En El club, Sandokán se acerca hasta una de ellas para vomitar su bilis sobre sus verdugos. Sospecha Larraín que todavía existen en Chile. "Y en España", añade. También las había (¿hay?) en Estados Unidos, como nos mostró la oscarizada Spotlight, que reconstruía la investigación periodística que desveló la atroz magnitud de la pederastia eclesiástica en suelo norteamericano.



Fantasmas muy reales

"Son lugares donde es muy fácil esconder a alguien y mantenerlo alejado de la sociedad. La iglesia, en lugar de negar su existencia, no dice nada sobre el asunto. Es una forma de aprobación tácita. Ya sabemos que quien calla otorga", razona Larraín, encantado con el hecho de que aquella pequeña obra que alumbró en el Teatro de la Memoria, su bautismo escénico (él también la dirige), hoy haga camino por Europa.



Es otra satisfacción que le brinda el teatro, al que define como un "territorio muy liberador, un campo de fantasmas que el público percibe como seres reales y que es muy revitalizante". Si se le pregunta si volverá a él a pesar de sus éxitos encadenados como cineasta, su respuesta es contundente: "Por supuesto: de allá vengo y para allá voy".



@albertoojeda77