Este montaje español de Jerusalem debe su origen a una curiosa coincidencia. A Julio Manrique le contaron que la obra de Jez Butterworth lo estaba petando en Londres, así que rápidamente se puso a hojearla para ver si la podía armar en el Romea de Barcelona, que dirigía entonces. Le fascinó su radical humanidad mezclada con una veta mística. Pero el elenco era tan numeroso (14 personajes) que se echó finalmente para atrás. Eran los tiempos de la crisis. Al cabo de unos años, Pere Arquillúe le vino con el cuento de que había encontrado un texto que quería protagonizar y que tenía que ser él quien lo dirigiese. Le reveló además que contaba con el respaldo de la productora Focus. “Bueno, y ¿cuál es?”, le preguntó Manrique. “Jerusalem”, anunció Arquillué, que vio como a su interlocutor se le encendía el gesto.

Aquella convergencia se materializó sobre la escena en el Grec. Allí se vio fugazmente este verano. Pero a partir del próximo jueves, 14, se asienta en el Romea, paso previo a su llegada al CDN a finales de enero. Arquillué, muy habituado a tours de force interpretativos, acomete aquí otro al meterse en la piel de Johnny Byron, el Gallo, un personaje extremadamente caleidoscópico. Manrique, al describirlo, se embala con los adjetivos: “Punkarra, ácrata, loco, poeta, payaso, gamberro, mago, camello, visionario, borracho, ogro, romántico, insumiso…”. Vive, solo, en su caravana, que es como su barco pirata. La tiene aparcada –varada– en las boscosas afueras de un pueblo cercano al famoso yacimiento megalítico de Stonehenge, detalle que no es casual porque la potencia telúrica y mística de ese paraje irradia la obra. En torno a esa roulotte destartalada y mugrienta se arremolinan los jóvenes de la zona, que van a pillar droga al Gallo y desmelenarse en catárticas raves en las que se liberan de sus ataduras cotidianas.

"El bosque es el territorio de la libertad. Los chavales bailan y escuchan las historias de este flautista de Hamelin que los atrae irremisiblemente”, añade Manrique. Es sin duda una propuesta argumental que atenta contra la corrección política. Pero esa sería una lectura superflua porque en tales aquelarres lisérgicos no son más que un rito de paso hacia la madurez. “Los jóvenes se enfrentan a sus miedos, miserias, complejos, errores…”, explica el director catalán, que estos días, en su faceta como actor, encabeza en La Villaroel el reparto de Una historia real, obra escrita y dirigida por Pau Miró. Los muchachos, cuando vuelven al pueblo tras las farras, niegan su cercanía al ‘nocivo’ Gallo. Se ven obligados a ejercitar la hipocresía pero su indomable juventud les empuja a volver una y otra vez a la dimensión mágica: a danzar alrededor del fuego prendido por su gurú, en el que no es difícil atisbar, por su físico orondo, su talante jocoso (se ríe de todo y todos) y su irreductible carisma, al Falstaff shakesperiano.

De Byron a William Blake



Shakespeare está de hecho en la base de esta fábula incisiva, que pone el dedo en la llaga de las dobleces de nuestra sociedad. Manrique se acuerda de los bosques de algunas de sus comedias. Por ejemplo, el de Arden, donde transcurre Como gustéis. O el de El sueño de una noche de verano, donde, por cierto, magia y sustancias alucinógenas operan como motor de la trama. Pero no acaban en el bardo las referencias a los clásicos. Butterworth ha negado en repetidas ocasiones que el hecho de apellidar Byron a su criatura ficticia fuera un guiño al célebre poeta romántico. “Pero es evidente que sí pensaba en él: la prueba es que nada más empezar lo presenta como un hombre que cojea, aunque eso no le resta agilidad y le otorga hasta cierta elegancia. Igual que Byron”, puntualiza el regista, que también se acuerda de nuestro Quevedo: otro impar cojo literario.

Hay además un sustrato bíblico. Manrique identifica rasgos del Cristo antisistema que se echó al monte y se rodeó de fieles acólitos. Una intuición que refuerza el título, Jerusalem, tomado por Butterworth de un poema de William Blake, “autor muy arraigado en la tradición británica pero difícil de digerir por su lado inquietante y rebelde”. Está incluido en su epopeya Milton (1804), dedicada al autor de El paraíso perdido, y tras ser musicado por Hubert Parry para exaltar los ánimos patrióticos en la Gran Guerra, adquirió el relieve de un himno. Incluso se llegó a proponer como el nacional de Inglaterra. Dice: “No cesaré en mi lucha mental, / ni dormirá mi espada en mi mano, / mientras no hayamos construido una nueva Jerusalén, / en la tierra verde y placentera Inglaterra”.

Pompa y circunstancia que contrastan con la desastrada existencia (y presencia: panza, camisetas de interior con lamparones, pelo grasiento) de el Gallo. También con la propuesta escenográfica de Alejandro Andújar, que remite a la precariedad y la camaradería de las antiguas troupes circenses. El bosque, por ejemplo, lo representa una gran lona verde colgada en el fondo. Es la frontera frente al civismo impostado y contra las corrientes reaccionarias que Butterworth, gran admirador de Pinter, detectó con sus bien sintonizadas antenas en 2009, año en que escribió esta pieza. Frente a esos síntomas que finalmente degeneraron en el Brexit y en la entronización de Boris Johnson se alza, irreverente, el Gallo, un hombre solitario que entona cada noche su –apostilla Manrique– “grito salvaje de libertad”.

@albertoojeda77