Las residencias creativas de la Sala Beckett son, desde finales de los 80, con Sanchis Sinisterra como uno de sus principales impulsores, un fermento creativo potente. De una de ellas ha nacido El combate del siglo, de Denise Duncan (autora y directora). Su montaje pudo estar en el espacio barcelonés en octubre pero de la veintena de funciones que tenía previstas sólo consumó cinco, antes de que las restricciones se le echaran encima. Luego pasó fugazmente por el Teatro Principal de Palma y el próximo miércoles, 28, desembarca en el Valle-Inclán para evocar, a caballo entre la verdad documental y las licencias a la ficción, la iconoclasta figura de Jack Johnson, apodado el Gigante de Galveston, primer negro campeón de los pesos pesados.
Duncan, aficionada al boxeo (incluso practicante “en versión muy light”), explica a El Cultural que su interés nace de la lectura casual del libro también titulado El combate del siglo que publicó Gallo Nero en 2011. Consistía en las crónicas que Jack London, enviado a Reno (Nevada) por el New York Herald, elaboró sobre la pelea que tuvo lugar allí en 1910 entre el propio Johnson y James J. Jeffries, ‘la gran esperanza blanca’ (así lo denominaba London, con clara intención racial). Fue uno de los primeros acontecimientos mediáticos a escala mundial. Johnson retuvo su corona tras derribar a su contrincante en el decimoquinto asalto. “Aquello desencadenó una ola de racismo en Estados Unidos. Hubo incluso un tipo que se suicidó porque no soportaba que un negro fuera el campeón. Entonces la maquinaria política y judicial se puso en marcha para neutralizarlo”, recuerda la autora barcelonesa con ascendencia jamaicana.
Se diseñó entonces una ley penal ex profeso para condenarle. “Fue aplicada con efectos retroactivos, algo que atenta contra los principios jurídicos elementales, por el simple hecho de cruzar fronteras de estados con una mujer blanca –su novia– en un coche y, según la sentencia, con propósitos inmorales”. Para evitar la cárcel salió del país y, en su errático peregrinar, recaló en Madrid y luego se desplazó a Barcelona. Una ciudad a la que se aclimató de maravilla. Fue en principio sólo para batirse en el cuadrilátero con Arthur Cravan, el boxeador dadaísta al que Isaki Lacuesta ‘persiguió’ en su reveladora ópera prima. Pero luego se asentó durante tres años. “No digo que no hubiera racismo entonces aquí pero no tenía un peso tan dominante como en Estados Unidos. Por desgracia, nos hemos ido equiparando con los años”, denuncia Duncan. Johnson fue feliz: se sentía libre, lejos de la presión de su tierra natal. Derrochaba dinero en los cabarets del Paralelo donde, cuando se ‘entonaba’ con las copas, se arrancaba a recitar a Shakespeare. Y paseaba por Las Ramblas con abrigos de piel blanca y muy cargado de oro: en los dientes y en los anillos de sus dedos.
“No fue un activista, porque en su época eso no existía, pero sí un rebelde. Un negro culto que tocaba instrumentos, y un púgil inteligente, que pegaba y se alejaba, aunque por eso le llamaran cobarde. Además, hablaba y reía mucho en el ring”. Claro precedente pues del deslenguado Muhammad Ali, que libró una batalla frontal contra la segregación racial y destrozaba los nervios de sus rivales con comentarios picajosos. A Johnson lo veremos moverse por una escenografía que recrea la atmósfera de los happy twenties europeos, a los que no fue ajena una Barcelona nocturna y cabaretera en la que el ‘rey’ fue un gigante de Texas.