Los ochenta fueron los años del triunfo de la joven Verónica Forqué, una actriz bella y explosiva, con una particular voz, y un rostro que además de simpatía tenía ángel. Hoy tenemos el estereotipo de la Verónica que nos ha dado el cine y la televisión: el de actriz de comedia encasillada en personajes de chica de buen ver y con una ingenuidad que termina rompiéndose. Pero como intérprete también forjada en las tablas era muy versátil, colaboró en obras de muy distinto género, y los directores y autores más renombrados del momento la perseguían para que protagonizara sus producciones. 

Verónica siempre quiso dedicarse a la interpretación, cosa que su madre, la escritora y también actriz Carmen Vázquez-Vigo, no veía con buenos ojos. Sin embargo, sí tuvo el apoyo de su padre, el director y productor José María Forqué, al que estaba muy unido. Al tiempo que estudiaba en la Real Escuela Superior de Arte Dramático, comenzó en los setenta a trabajar en el cine con directores como Jaime de Armiñán, Antonio Mercero o José Luis García Sánchez, además de con su padre. Y también en teatro, donde seleccionó muy bien sus colaboraciones. Participó en la Divinas palabras (1975) que dirigió Víctor García con Nuria Espert, pero cuando su nombre figuró en grandes letras fue de la mano de José Luis Alonso, con El zoo de cristal (1978), y  compartiendo cartel con su madre, representando ambas también el papel de madre e hija. A partir de entonces, y hasta 1985, su presencia en los teatros fue continuada y en compañía de grandes actores de la época.

Hizo teatro clásico, Casa con dos puertas es mala de guardar (1980), con Josefina Calatayud y Julia Trujillo, y No hay burlas con el amor (1986), ambas dirigidas por Manuel Canseco, y ya de protagonista en Cosas del destino (1981), de Marivaux, a las órdenes de Vicente Aranda. También trabajó bastante con el productor y director Ángel García Moreno, que durante muchos años dirigió el Fígaro de Madrid: en un melodrama de Sierra Larrea, María la mosca, (1980), un thriller psicológico (con Queta Claver y Carmen Bernardos) Agnus Dei (1982 ), y Sublime decisión (1984) de Mihura. 

Repitió colaboraciones con José Luis Alonso a partir de 1982, con Las mariposas son libres y luego cuando montó Tres sombreros de copa en el Centro Dramático Nacional; el elenco era de época (Alfonso de Real, Manuel Galiana, José Bódalo, Ana Frau…) y ella, por supuesto, era la bailarina ingenua Paula de la que se enamora Dionisio. 

Las dos mejores comedias de los 80 fueron para ella

En la década de los ochenta, Verónica protagonizó las dos comedias más notables del momento. Sin duda su presencia contribuyó al gran éxito teatral de Bajarse al moro en 1985, donde interpretaba a Chusa, la porreta traficante y víctima de su propio plan. La obra de Alonso de Santos se mantuvo cuatro años en cartel, aunque el elenco fue renovándose. Cuando Fernando Colomo la llevó al cine, el único actor que se mantuvo del elenco teatral primitivo fue ella. Y también fue la pareja teatral de José Luis Gómez en el estreno de ¡Ay Carmela!, de Sanchis Sinisterra (aunque en la versión cinematográfica de Saura la relevó Carmen Maura). Luego, en 2006, Miguel Narros repondría la pieza y volvería a contar con ella.

Con Gómez repetiría en un montaje muy hermoso que hizo para la Abadía de Las sillas (1997) de Ionesco, una recreación poética de los últimos meses del general Pétain en el que Verónica daba vida a su esposa, pero a veces también a su madre, ya que sucedía como una fantasmagoría del mariscal tras la derrota y la vergüenza. 

A partir del nuevo milenio sus cómplices en el teatro fueron Miguel Narros y Andrea D’Odorico: en Sueño de una noche de verano (Titania, si no recuerdo mal), Doña Rosita la soltera (con Alicia Hermida y Julieta Serrano), La abeja reina (2009), y con otros directores como su marido, Manuel Iborra, que la dirigió en el monólogo Yo amor a Shirley Valentine.

Verónica también probó en la dirección de escena sin mucha suerte (La tentación vive arriba, Adulterios, El último rinoceronte blanco, Españolas, Franco ha muerto) y todavía se la recuerda en dos de sus últimos trabajos teatrales: protagonista de La respiración, de Alfredo Sanzol, en la que da vida a una madre sabia y tolerante, justamente el personaje opuesto que encarna en Las cosas que sé que son verdad (2019), del australiano Andrew Bovell, donde se comporta como una madre castrante en relación con su hija. Un personaje que, según decía, le costaba mucho hacer porque era muy bronco y ella siempre huía de las situaciones conflictivas.

@lizperales1