Arrancan unos meses de pura intensidad escénica para Juan Mayorga (Madrid, 1965). En un horizonte cercano, asoman los estrenos de Golem y su versión de El diablo cojuelo. Por otra parte, anda muy ilusionado con el bautismo en las tablas españolas de El jardín quemado, que ya se vio en Italia pero que todavía no se había representado aquí. Estará en mayo en el Teatro Cuyas de Las Palmas, con la Guerra Civil como trasfondo.
Pero toca centrarse en lo más inmediato y hablar de –valga la paradoja– Silencio, que llega al Español este viernes. El espectáculo trae causa del discurso de ingreso en la RAE que pronunció en 2019. En la casa de las palabras, Mayorga decidió disertar sobre el silencio. Algo incómodo con el preceptivo traje de pingüino, que no se amoldaba a un cuerpo habituado al prêt-à-porter sin ínfulas, recorrió diversos momentos teatrales en los que la suspensión del lenguaje origina combustiones de significados. De Lorca a Beckett, de Chéjov a Sófocles… La concurrencia escuchó embelesada hasta la misteriosa frase final, que se la tomó a Hamlet: the rest is silence.
El autor de El chico de la última fila, al que la llamada de El Cultural pilla caminando por la calle, se sienta en un banco de la plaza del Conde del Valle de Súchil y, durante una hora, nos explica cómo se sintió en aquella ceremonia engolada pero cálida (toda la profesión se volcó con su representante) y las claves de un discurso que encerraba una obra.
Pregunta. ¿En qué momento, mientras lo preparaba, pensó que el discurso acabaría representado sobre un escenario?
Respuesta. Quise desde el principio que fuera un homenaje al teatro. No solo a la literatura dramática porque el teatro es el arte de los actores, irreducible a su lectura. Y es precisamente en el ámbito del silencio cuando estos hacen que deje de ser literatura y pase a ser una experiencia poética en el espacio y en el tiempo. Por eso me esforcé desde el principio en que tuviera una teatralidad y sugerí la fantasía de que quien lo leía no era yo sino un actor.
El actor en pedazos
P. ¿Aquella tarde vimos entonces por vez primera al Juan Mayorga actor?
R. En realidad, no. Guillermo Heras ya me convocó para una función en la que tenía que hacer dos cosas. En la primera parte, debía pronunciar un monólogo; en la segunda, emitir un grito. Mis familiares elogiaron mucho el grito. Cómo haría el monólogo... [Ríe] Heras, además, también me pidió que fuera el interlocutor de Teresa en La lengua en pedazos una vez en Ávila porque el actor que debía hacerlo había enfermado. Era una función semimontada y recuerdo que sentí la necesidad de desarrollar el personaje, de enriquecer mis réplicas. De todas formas, no diría que en la RAE fui un actor exactamente pero sí que me sentí como un personaje.
P. “La situación es teatral”, advirtió de entrada, que es algo que se puede decir de casi todas las situaciones de la vida, ¿no? Theatrum mundi.
R. Es un tópico muy repetido. Una metáfora que Don Quijote se la dice a Sancho y este le contesta que ya la ha oído otras veces por ahí. Pero no por repetido deja de ser verdad. La frontera entre la vida y su representación es muy borrosa. En la RAE lo era todavía más, por la forma en que debía ir vestido y por el hecho de que algunos estuviéramos en un estrado y otros abajo sentados en unos bancos. Yo fui muy consciente de ello acaso por deformación profesional, y lo quise subrayar.
P. Qué paradoja tan radical estar una hora hablando sin parar del silencio.
R. Sí, lo es, y uno podría sentirse tentado, como yo me sentí de hecho pronunciando el discurso y escribiendo a partir de él la obra, de callar. Lo bueno de la experiencia escénica es que me permite hacerlo. En el espectáculo que hemos construido las cavidades silenciosas han sido espacios fascinantes de exploración. Y he gozado mucho con una especialista en silencios como es Blanca Portillo [ya la dirigió en El cartógrafo], cuyo rostro se me fue revelando desde el primer momento en que pensé que el discurso sería una obra y con la que trabajé en el silencio de la pandemia sobre este Silencio. Empezamos a trabajarlo mediante reuniones telemáticas. Todo aquello sin duda atraviesa la obra.
P. En escena, ¿el silencio es la voz del tiempo?
R. Podríamos decirlo, sí, pero en el mismo momento en que se afirma uno siente que debe criticar lo que acaba de decir porque en el silencio aparece el tiempo pero también la soledad, el poder, la plenitud… Es multívoco, extremadamente fértil y polisémico.
P. ¿Será muy diferente la experiencia que viva la gente que vaya a ver a Blanca Portillo al Español a la de aquel ‘público’ de la RAE?
R. Sí, será distinta. Estamos ante una función teatral, que cuenta cómo una actriz vive la experiencia de tener que leer un discurso académico por encargo de un amigo. Entonces tenemos a Blanca Portillo que encarna a una actriz y a personajes que se enfrentaron al drama del silencio a lo largo de la historia del teatro. Hablo de Antígona, de La casa de Bernarda Alba, de Woyzeck, de Chéjov, de Beckett…
"El silencio es más una idea que un fenómeno pero, como tal, interviene poderosamente en nuestras vidas"
P. Beckett, sin ir más lejos, fue progresivamente guardando silencio en su teatro, callando, al sentir que el lenguaje era un muro entre él y la realidad. ¿Ha sentido alguna vez algo así?
R. Bueno, antes de Beckett, Platón, en el Gorgias, ya expresaba su desconfianza hacia las palabras y la necesidad de examinarlas como condiciones de juego que nos vienen dadas, porque nacemos en un lenguaje, que es al mismo tiempo alas y jaula. Nos permite imaginar y desbordar nuestro pequeño mundo pero condiciona a su vez la sensibilidad y la experiencia. No solo vivimos con el lenguaje sino también en combate con él y por eso es tan importante dar acceso al silencio, que entre otras cosas es crítica de la palabra. Blanca Portillo, interpretando a esa actriz, convierte los ejemplos literarios de silencios que yo comentaba en oportunidades de silencio vivos para los espectadores.
P. Usted ha escrito un importante parte de su obra en una casa en la que había tres niños, esto es, bullicio. ¿Cómo convivía con esta circunstancia?
R. Los niños son vida. Tenerlos en una casa es una bendición. Y que crezcan es también muy hermoso. Por un lado, me siento contento y orgulloso de mis hijos y, al mismo tiempo, por qué no decirlo, siento nostalgia de aquellos tiempos en que eran más pequeños y bulliciosos. He tenido mucha suerte de poder vivir con niños.
P. O sea, que ninguna frustración por la falta de silencio aparejada a su condición infantil…
R. Ninguna, porque si me arrebataron con sus ruidos alguna idea que estaba rumiando, seguramente es porque me dieron a cambio algo mejor. Lo que perdí tenía menos valor que el rato que pasé con ellos. Yo tengo conciencia de haber estado mucho tiempo a su lado pero también uno siempre siente que podría haber sido más.
P. En realidad, el silencio no deja de ser una quimera inalcanzable, algo que no existe, como prueba el experimento de John Cage encerrándose en una cámara anenoica [que absorbe las ondas sonoras] y oyendo su propio sistema nervioso y el aparato circulatorio.
R. Sí, se dice en la función y en el discurso: el silencio es más una idea que un fenómeno. Nunca se da en sentido absoluto. Pero, como idea que es, interviene poderosamente en nuestras vidas.