¿Qué fue del underground? La hoy mitificada Movida madrileña, cuyos mejores autores fueron primero denostados como mandan los cánones del "enfant terrible", dio lugar a cineastas como la hoy superestrella mundial Pedro Almodóvar o Iván Zulueta cuyas películas de entonces, aún hoy, nos sorprenden por su audacia y voluntad de romper los límites sobre lo que entendemos por "una película". Arrebato quizá no es el mejor título de la época pero sus imágenes siguen ejerciendo desconcierto y fascinación, un "arrebato" indescriptible. Es un film deslavazado, en último término incomprensible, pero quizá en el propio enigma que encierra es donde reside su grandeza. Es muy difícil explicar "de qué va" Arrebato pero todos sentimos que toca una fibra profunda de nuestro ser, que habla de algo que nos afecta pero nos resulta difícil verbalizar.
Se presentó en San Sebastián en 1980 el mismo año que la primera película de Almodóvar, Pepi, Luci y Bom, y ninguna de las dos gustó. Son películas muy distintas pero con una voluntad semejante de "épater les bourgeois" como decían en París a finales del siglo XIX cuando Baudelaire escandalizaba a la ciudad. Podrían ser el ying yang, frente a la intolerancia violenta de la España fascista, representada por un policía violador, el manchego opone la libertad y la alegría de una generación sin ataduras. El posterior ganador de dos Oscar celebra la victoria de la luz sobre la oscuridad aunque el final deje sabor amargo. Zulueta sin embargo ofrece el negativo en una película oscura que ahonda en las sombras de una época prometedora pero también tocada por una indiscutible pulsión destructiva. Al mirar atrás, entristece ver cuántas vidas y cuánto talento se perdió por el camino. Las drogas quizá liberaron, pero matar, mataron muchísimo.
Arrebato cuenta el encuentro entre un director de cine, José Sigardo (Eusebio Poncela) y un joven misterioso que vive encerrado en una casona del campo grabando de manera enfermiza imágenes en Super Ocho, Pedro (Will More). Adicto a la heroína y en plena crisis creativa, la pasión del joven por el cine se convierte en un acicate para que recupere su propia vocación. El trio lo completa Ana (Cecilia Roth), también enganchada a las drogas, con la que el cineasta tiene una relación tóxica. El cine se convierte en una forma de luchar contra la vida, de detener el tiempo, en una gesta heroica contra la naturaleza y en último término, en un simulacro, en una ilusión, como el temporizador de sonido que utiliza Pedro, Dios de una realidad que solo puede ser conquistada mediante su recreación.
"No es que a mí me guste el cine, es que al cine le gusto yo", dice Poncela, planteando la condición del verdadero creador como una especie de maldición porque, como una droga, al mismo tiempo que no puede dejar de ser un artista ese propio hecho lo está consumiendo. Queda claro la paradoja del cineasta, condenado a vampirizar su propia vida para seguir creando o morir por dejar de hacerlo. Ese fotograma rojo que aparece en el metraje como por arte de magia será como una venganza de los dioses por haber intentado burlar las leyes humanas. El tiempo no se detiene, aunque podamos capturarlo.
Zulueta, creador de imágenes antes que contador de historias, se inspira como Almodóvar en el underground de Estados Unidos. No le interesa la provocación trash de John Waters pero sí comparten una devoción común por las películas de Warhol y su Factory, con Paul Morrissey a la cabeza de un movimiento que reivindicaba la "antinarrativa" como forma de subversión contra las "grandes historias" de Hollywood. Ahí está esa famosa escena del trío en la calle con las viseras, las gafas RayBan estilo policía motorizado de Texas y la camiseta imperio que nos retrotrae a esos tiempos en los que la estética queer formaba parte esencial de la subversión.
Dice Almodóvar que en Arrebato Zulueta mezcla "la estética psicodélica de los 60 con la mucho mas oscura de la Factory de los 70". En Arrebato se deja notar también la influencia del romanticismo del siglo XIX, empezando por el hecho de que es una película de terror en la que el personaje de Pedro interpreta a una reinvención de la figura del vampiro.
La imagen más hermosa de la película, la aparición fantasmagórica del joven en la habitación del director, cual espectro, o esa otra en la que los efectos de las drogas en su rostro le dan una belleza como de mártir cristiano, nos conducen a un lugar de misticismo y fatalidad. En esas imágenes poderosas, icónicas, que parecen atacar nuestro subconsciente, el personaje nos recuerda de manera inmediata a ese "caminante sobre el ser de nubes" de Friedrich que es la estampa misma del romanticismo. Quizá lo que nos sigue conmocionando de la película sea su pulsión autodestructiva, su idea de la vida como una cruel evanescencia contra la que ni siquiera el cine puede luchar.