El teatro fue una pasión de Camus. En 1936, fundó el Théâtre du Travail en Argel, compañía conformada por estudiantes e intelectuales de querencias marxistas. Que montara ya entonces El cerco de Numancia y La Celestina es significativo porque evidencia otro de sus afectos más íntimos y profundos, el que sintió por España. Para él, hijo de una menorquina, fue su segunda patria. María Zambrano decía que la amaba “de una forma apasionantemente desesperada”. Siempre la llevó en el corazón, como Neruda. Una de sus obras, Estado de sitio, la ambientó en Cádiz, con toda intención (antinfranquista). No fue la única. La primera de su cosecha dramática, Rebelión en Asturias, también transcurre –como aclara el título–en nuestro suelo. Altamarea la publica ahora con un aleccionador prólogo del filólogo Alfredo Álvarez Álvarez. Camus homenajea la insurrección obrera de 1934 mediante un texto documental y de pretensión colectivista: el grupo debe prevalecer por encima del individuo para poder alcanzar tan preciados logros como –según la lógica revolucionaria del dramaturgo veinteañero– la libertad.
Una libertad que pierde puntualmente Hermida, dibujante de mapas por encargo: de los escenarios de la próxima guerra civil, de los lugares donde viven los árbitros de fútbol o los jueces, de los movimientos de un determinado diputado… Todos dentro de Madrid. Tan extraña dedicación acaba suscitando sospechas. Los investigadores Muñoz y Lezcano lo inquieren para conocer los propósitos de esa llamativa cartografía. ¿Hay una intención delictiva detrás? Este texto-interrogatorio de Juan Mayorga lo acoge Uña Rota en un atractivo libro ilustrado por Daniel Montero Galán, artífice de las portadas de otras entregas mayorguianas en la misma editorial. Un conjunto sugerente, misterioso y colorista que confirma la fijación del dramaturgo por los mapas (recuerden su descenso al gueto de Varsovia con El cartógrafo).
Tendría su gracia que Hermida cartografiase, por ejemplo, las viviendas de las amantes de Lope. Saldría un mapa copioso en el que no podría faltar la de Elena Osorio, su gran amor de juventud, que fue apartada abruptamente de sus brazos. Un trauma que evocó luego ya en el ocaso de su vida en La Dorotea, narración dialogada que el autor de El castigo sin venganza definió como “acción en prosa”. Ignacio Amestoy repara en este Fénix crepuscular que rememora sus andanzas amatorias juveniles en Lope y sus Doroteas o Cuando Lope quiere, quiere. La obra se desdobla así en dos planos de acción protagonizados por un Lope anciano que recuerda (y escribe) y otro joven que ama a fondo. El primero, además, debe confrontar la emancipación de su hija, que decide abandonar el nido familiar animada por un tal Tenorio (¡alarma, alarma!). Gustoso cóctel de humor, metateatro áureo y hondura humanística que Ainhoa Amestoy emulsiona sobre la escena.