Azarías tendrá menos espacio para correr el cárabo en el escenario del Teatro Calderón que en la novela de Miguel Delibes y en la película de Mario Camus. Pero ya se sabe que, en realidad, sobre las tablas cabe todo. Basta la imaginación del público y la habilidad para la síntesis simbólica de un director. En la versión teatral de Los santos inocentes del coliseo vallisoletano lo es Javier Hernández-Simón, que no se ha resistido a incluir este momento icónico, cuando el hombre puro y primitivo que es Azarías entabla una desbocada carrera con el ave rapaz por la sierra: “No podía faltar porque refleja la libertad plena”, explica a El Cultural. No quiere dar pistas de cómo ha resuelto la escena para no destripar una de las diversas sorpresas previstas para este acontecimiento escénico.
Lo de acontecimiento no es exagerado porque remangarse con Los santos inocentes es hacerlo con un título totémico, cuyos personajes, que ya palpitaban en las páginas del libro, rezumantes de vida y verdad, quedaron acuñados en el inconsciente colectivo nacional gracias al magistral trasvase al cine manufacturado por Camus en 1984. Este sumó vida y verdad a la obra de Delibes, publicada tres años antes. Cuesta pensar en Paco el Bajo sin ver la dolorosa sumisión en la cara de Alfredo Landa. O mencionar –de nuevo– a Azarías sin que se perfile en nuestra memoria la ternura primaria que proyectaba Paco Rabal. Igual ocurre con el señorito Iván: un impasible Juan Diego, cruel encarnación de un régimen rayano en lo feudal que pervivía en España gracias a Franco. Y no olvidamos, no, a Terele Pávez (estoica Régula), a Agustín González (administrador Don Pedro), a Ágata Lys (sensual Doña Pura)…
"Descartamos la mera ilustracion de la novela. Nos pareció más enriquecedor desmontarla". Fernando Marías
“No era fácil para nuestro elenco dar un paso adelante con ese precedente”, apunta Hernández-Simón, que ha reclutado, sin embargo, a un grupo de actores con suficiente personalidad y trayectoria para acometer el reto: Javier Gutiérrez (Paco el Bajo), Luis Bermejo (Azarías), Daniel Dicenta (Iván), Pepa Pedroche (Régula)… A ellos, enmarcados en una puesta en escena que conjuga el realismo con el simbolismo, les corresponde prolongar el eco de esta historia que muestra de dónde viene la sociedad española, para que llegue así a nuevos públicos y para que juzguemos si aquel retrato de un sistema de castas atávico está realmente superado o solo se ha maquillado para sobrevivir.
¿Un pasado lejano?
Hernández-Simón se decanta por lo segundo: “El miedo de Paco el Bajo sigue entre nosotros. ¿Cuánta gente que está mal no se atreve a pedir una baja por temor a perder su puesto de trabajo?”. Resalta así la vigencia de Los santos inocentes, que a priori podría parecer una narración de un pasado demasiado lejano, en el que un preciado secretario de caza, dotado de una capacidad visual y olfativa casi canina para cobrar las perdices cazadas por su amo, se queda cojo de por vida por no negarse a salir de caza con él a pesar de tener la pierna destrozada. Para Fernando Marías es el personaje en el que el espectador de hoy se debe mirar: “Con su resignación férrea, es el que más nos concierne. Paco el Bajo es la pregunta y cada uno de nosotros la respuesta”.
A Marías lo traemos a colación porque es el coautor (junto al propio Hernández-Simón) de la versión que sirve de cimiento al montaje. Por desgracia, no lo verá escenificado porque murió sólo unos días antes de que comenzaran los ensayos. Al menos pudo completar esta aventura que entrañaba su dificultad a pesar de las apariencias. El hecho de que sea una novela corta, con diálogos y habitada por unos seres que inmediatamente se alzan en tres dimensiones les hacía pensar que su tarea discurriría fluida. “Pero pronto descartamos la mera ilustración de la novela. Nos pareció más enriquecedor y excitante desmontar párrafo a párrafo su asombrosa estructura para armarla de otra forma que viniera a contar lo mismo”, señala Marías en un texto que servirá para prologar la edición de la versión que publicará Austral.
“Hay que tener en cuenta –añade Hernández-Simón– que el libro está lleno de elipsis. Siendo fieles a su lenguaje y a su marco ideológico, hemos explicitado algunas”. Eso supone que hay pasajes de nuevo cuño. Como por ejemplo la recreación de la discusión entre Iván y un diplomático francés que le afea el analfabetismo del servicio. Un cruce dialéctico cuyo contenido se desconoce pero da pie a que el señorito convoque a Paco y Régula para que escriban su nombre con esforzado suspense ante ese gabacho entrometido. “Fernando [Marías] y yo concluimos que el año en que transcurre la historia –un dato que no se indica– es 1968. Eso tiene su miga, sobre todo por el debate de la educación, que Delibes nos muestra como única vía para la emancipación”.
Salir de pobres
Paco el Bajo, en efecto, lo tiene muy claro y por eso, antes de irse a dormir, frasea sílabas con sus hijos Quirce y Nieves: la ‘b’ con la ‘a’ hace ‘ba’, la ‘b’ con la ‘e’ hace ‘be’…. “Con una pizca de conocimiento podrán salir de pobres”, dice Régula. Es la brizna de esperanza a la que se aferran. Su marido se comporta como un perro bien adiestrado pero, a la vez, está sembrando la semilla que ha de traer la libertad de su prole. En esa ambivalencia se cifra su dignidad. “Delibes –concluye Hernández-Simón– nos habla del presente desde el pasado. Lo que nos cuenta es universal. Nos advierte de que las conquistas de derechos hay que defenderlas. No se puede dar ni un paso atrás. Si no, volveremos al cortijo. Y el cortijo ya sabemos lo que es: la humillación constante”.