En la historia del Premio Princesa (antes Príncipe) de Asturias de las Letras, instituido en 1981, solo constan dos dramaturgos, Francisco Nieva y Arthur Miller (vaya par), que fueron ungidos con él en 1992 y 2002, respectivamente. El fallo en favor de Juan Mayorga (Madrid, 1965) vuelve a poner, oportunamente, a la literatura dramática a la altura que merece. Ahí debe estar, codo con codo (o, mejor, hombro con hombro) con la novela y la poesía. Es decir, con Miguel Delibes, Camilo José Cela, Adam Zagajewski, Anne Carson, Amos Oz, Günter Grass... Así se estudiaba en los viejos manuales de COU, que agrupaban tres bloques diferenciados de narrativa, versos y escritura para la escena.
Juan Mayorga es una idónea elección. Una figura cuyo estatus literario se ha agigantado en los últimos años. Un crecimiento cimentado en una obra que, en 2014, reunió en su día la editorial La Uña Rota, ofreciendo en un volumen el empaque filosófico y mistérico de su corpus dramático. Eran 20 textos (desde Siete hombres buenos a Reikiavik) que, al decir del propio Mayorga, entregaba a la imprenta para que fueran “habitados por ese arte de la reunión y la imaginación que llamamos teatro o por una imaginativa soledad”. O sea, para suscitasen nuevos montajes en torno a los que oficiar el rito antiguo de la representación en comuna o para leerlos individualmente, por el gusto de sumergirse en una historia y sus conflictos. El teatro como arma de doble filo.
Debe de estar particularmente satisfecho Mayorga con este galardón. Acaso ya habrá empezado a rumiar el discurso que ofrecerá en el Teatro Campoamor en la ceremonia de entrega, que, conociéndole, transmutará en función escénica, como ya hizo con el parlamento para ingresar en la Real Academia Española, un 'material' que acabó sobre las tablas bajo el título de Silencio y con su cómplice Blanca Portillo como maestra de ceremonias. Todo lo que toca Mayorga, está claro, se transforma en teatro. En teatro del mundo. La vida como representación, algo que tan claro tenían sus predecesores del Siglo de Oro, en particular Calderón. La satisfacción de Mayorga estriba precisamente en que la sentencia del jurado del Princesa de Asturias respalda, en gran medida, una vieja reivindicación suya: que la literatura dramática debe compartir espacios con los otros géneros literarios: en las revistas culturales, en las librerías y, por supuesto, también en los premios literarios transversales.
Así que su elección como acreedor de tan prestigioso reconocimiento nos remite a aquel Nobel de 2005 que fue a parar a manos Harold Pinter. Un autor que tanto sedujo a Mayorga cuando lo conoció en 1998 durante una residencia en el Royal Court y con el que, de alguna manera, emparenta por el deseo común de ambos de no dar al espectador un ‘producto’ ya deglutido y fácilmente inteligible sino, muy al contrario, la oportunidad de incursionar en una dimensión misteriosa, de la que no se sale cuando se abandona la butaca. Las incógnitas siguen coleando en la conciencia mucho tiempo después de asomarte a la obra. Si hay algo que rehúye Mayorga (y Pinter estaba en eso también antes), es cerrar significados.
Al autor madrileño (chamberilero, precisaría él) le ha llegado la noticia en el cierre de una temporada cumbre. Primero embelesó con su reflexión sobre el silencio en El Español (hablamos del mencionado monólogo que nació de su ponencia en la RAE), luego nos adentró en Golem, un envolvente y enigmático thriller lingüístico -digamos- estrenado en el Centro Dramático Nacional y, para terminar su fecundo paseo por la cartelera, rescató El diablo cojuelo de Vélez de Guevara para la Compañía Nacional de Teatro Clásico en compañía de los payasos de Rhum. Un intenso periplo al que se sumó el nombramiento como nuevo director artístico de La Abadía, que guiará los próximos años (vuelta a su querido Chamberí) tras la destitución de Carlos Aladro.
La mirada elíptica
El autor de La paz perpetua, título que le valió el Premio Valle-Inclán de El Cultural de 2008, contaba ya en su haber con dos Premios Nacionales, el de Teatro (2007) y el de Literatura Dramática (20013). También tiene tres Max, uno como autor y dos por adaptaciones. En los cimientos de su obra, muy volcada con las víctimas de la historia y de un presente voraz, está su formación académica. Es licenciado en Filosofía y en Matemáticas. De hecho, de esta última área toma el lugar geométrico de la elipse como espacio irrenunciable para el escritor. “En general es una imagen que me parece útil para pensar sobre la misión del artista, del historiador, del científico y, desde luego, del filósofo. El trabajo de todos ellos está atravesado por la duplicidad: al observar una cosa deben estar, al tiempo, viendo otra”, explicaba en un escrito sobre su admirado Walter Benjamin.
Al pensador germano de origen judío dedicó su tesis doctoral. De él, precisamente, siempre ha apreciado su ‘mirada elíptica’, la que vincula puntos distantes cuando entra en un determinado sitio de manera automática. De Benjamin también ha tomado la actitud omnívora en lo relativo al conocimiento: hacer de cada experiencia “una oportunidad de aprendizaje”. La primigenia que le condujo al teatro fue ver a Nuria Espert sobre el escenario cuando era niño. Ahí supo cuál era el mundo al que quería pertenecer. Al que entregar lo mejor de sí mismo. Y al que honrar con galardones de tanta enjundia y proyección mediática como el Princesa de Asturias. A fe que lo va consiguiendo.
El jurado lo han integrado: Santiago Muñoz Machado (presidente); Sergio Vila-Sanjuán Robert (secretario); Xosé Ballesteros Rey; Xuan Bello Fernández; Blanca Berasátegui Garaizábal (editora de la revista El Cultural); Anna Caballé Masforroll; Gonzalo Celorio Blasco; Jesús García Calero; José Luis García Delgado; Pablo Gil Cuevas; Francisco Goyanes Martínez; Carmen Millán Grajales; Rosa Navarro Durán; Leonardo Padura Fuentes; Ana Santos Aramburu; Jaime Siles Ruiz; Diana Sorensen; Juan Villoro Ruiz.