Probablemente ningún otro personaje haya despertado tantas vocaciones de director de escena como Peter Brook. Era culto, misterioso y sofisticado, y hacía un teatro fascinante con casi nada. También era moderno sin necesidad de renunciar a la tradición o pisotearla, lo cual fue siempre muy de agradecer entre tanta vanguardia pretenciosa y vacía como aquella con la que a menudo le tocó convivir. No es extraño, pues, que tantos jóvenes quisieran imitarle.
Pero eso fue en los años 80 y 90, cuando aún vivíamos bajo el espejismo de que el mundo iba a mejorar y que la “cultura”, y particularmente el teatro, eran un reflejo de ese impulso. Luego se nos vino encima la fiebre tecnológica y a los jóvenes directores se les olvidó lo del espacio vacío porque lo que ahora estaba de moda era meter proyectores y mappings. En cuanto a la mejora social, mejor no comentarlo. En esta hora de la urgencia periodística los medios hacen lo que es costumbre con personajes así: hagiografía.
Y es una pena, porque entre tanto panegírico se pierde la complejidad de alguien que resulta tan interesante por sus fracasos como lo fue por sus éxitos. Mucho antes de convertirse en el pope de la modernidad teatral Brook tuvo como primer modelo al enorme Tyrone Guthrie (a quien hoy ya no estudia nadie) y se dedicó al teatro comercial. Sus primeras armas las fue forjando con producciones como Irma la Dulce o La pequeña cabaña, muy lejanas de los modelos dramatúrgicos que hoy asociamos con el director.
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Brook adoraba el cine desde niño y en realidad si las cosas se hubieran dado de otra manera habría preferido, seguramente, hacer su camino en ese otro medio. Por suerte para el teatro no fue así. Pese a todo, hizo sus incursiones en la gran pantalla, pero por más que se empeñen sus más devotos admiradores lo cierto es que su cine ha envejecido fatal.
El “estilo” Brook puede resumirse en tres claves. Primera: la puesta en escena no se decide en casa, leyendo el texto, sino en los ensayos, trabajando aquí y ahora con los actores y escuchándoles. Es la atención a la realidad de las circunstancias lo que acaba detonando la creatividad del director. Segunda: dado que el teatro es juego, cuanto más sencillo se plantee éste mejor podrá jugarse. ¡Fuera decorados complejos y vestuarios ampulosos! Brook admiraba la simplicidad del teatro rú hôzi persa, que se organiza por completo en torno al limitado espacio de una alfombra. Tercera: el mundo es muy grande y no empieza y termina en Londres o Nueva York. Hay muchas cosas que aprender en todas las culturas y sólo un tonto se perdería la oportunidad de hacerlo.
Es quizá este último aspecto el que más ha impulsado cierta caricatura del director: llegó un momento en su carrera en que parecían importar más sus viajes y sus repartos internacionales y multirraciales que cualquier otra consideración en torno al valor objetivo de las producciones, que, por otra parte, y en virtud de este mismo exotismo, se recibían invariablemente con elogios desmedidos tanto si los merecían como si no. En realidad, la forma de trabajar de Brook es el resultado de su interés por el sistema Gurdjieff, lo cual no es ningún secreto porque lo cuenta él mismo en sus memorias, Hilos de tiempo.
Conceptos como el de “la calidad objetiva” de las interpretaciones, o el “estar presente” en escena no pueden entenderse en toda su complejidad si no se ha estudiado mínimamente al filósofo armenio. Brook buscaba, parafraseando a Shakespeare, traspasar los límites de la experiencia teatral y convertirse en rey de un espacio infinito encerrado en la cáscara de nuez del teatro, y había entendido que para conseguirlo la clave era “penetrar hasta el corazón del momento efímero”. Cuando lo lograba, y era a menudo, nos daba una gran alegría a todos.