Ha calado en nuestra escena que el monólogo es un recurso para eludir los bajos presupuestos. Un camino sin márgenes que permite sortear los grandes elencos y las costosas puestas en escena y hacer que la función continúe sostenida exclusivamente por la solidez de una gran interpretación. Algo hay de todo eso pero la estela del teatro, como han dejado para la historia bululús y juglares, desmiente que este formato se reduzca a una cuestión pecuniaria.
De Botto a El Brujo
Lo han demostrado en los últimos tiempos, entre otros, Juan Diego Botto con Una noche sin luna (arrasando en los recientes premios Max), Magüi Mira (Molly Bloom), Concha Velasco (Reina Juana), Nuria Espert (Romancero gitano), Pedro Casablanc (Torquemada), Alberto San Juan (Lorca en Nueva York), Lola Herrera (Cinco horas con Mario), José Sacristán (Señora de rojo sobre fondo gris), José Luis Gómez (Azaña, Unamuno, Juan Ramón…), Juan Echanove (Ser o no ser), Carmen Machi (Juicio a una zorra), María Hervás (Confesiones a Alá), Mirla Campos (Mariana), Cristina Marcos (Lorca, Vicenta), Luis Bermejo (El minuto del payaso), Fernando Cayo (Inconsolable), Blanca Portillo (Silencio), o El Brujo (Los dioses y Dios, entre otros hitos en solitario).
Juan Mayorga, Fernando Arrabal, Juan Carlos Pérez de la Fuente, Yolanda Pallín, José Ramón Fernández, Ernesto Caballero, Lola Blasco, Esther Carrodeguas, Miguel Del Arco, María Velasco, Sanchis Sinisterra y Angélica Liddell son solo algunos de los nombres de nuestro teatro que han hecho del monólogo una forma de expresión capaz de hacer temblar, en fondo y forma, los cimientos de la dramaturgia.
"El modelo más cercano que todo lo devora como un agujero negro es el del 'stand up', una variedad parateatral del acto de monologar, casi siempre al servicio del chiste y la identificación rápida”. Rafael Spregelburd
“Creo que mira de frente al diálogo. Sus posibilidades son enormes. Como experiencia teatral no tiene techo”, explica a El Cultural Yolanda Pallín, para quien el monólogo se expande en lo poético, lo narrativo y lo dramático: “La acción sobre un escenario explota cuando a alguien le pasan cosas, cuando mediante la rememoración, la averiguación o cualquier otra búsqueda de conocimiento el personaje encuentra cierta epifanía y es capaz de transmitirla al espectador”.
Serían legión los ejemplos de esta capacidad de penetración del monólogo en los rincones del alma humana. Uno de los títulos en los que encontramos mayor unanimidad es en La última cinta de Krapp, texto de Samuel Beckett de 1958. Concebido inicialmente como Monólogo de Magee (el Nobel irlandés lo escribió para el actor Patrick Magee) el protagonista, ya en la vejez, vuelve a escuchar su diario que acostumbra a grabar en un magnetófono. Oírse más joven le provocará la necesidad de realizar una nueva grabación… y así es como Beckett nos sirve uno de los monólogos más conmovedores de la historia.
“El monólogo, sobre todo en su variante de soliloquio, al profundizar en lo recóndito del individuo, nos permite una expresión que el diálogo realista se resiste a tolerar -precisa Pallín-. Hay cuestiones referidas a tendencias actuales, como la identidad o la legitimidad de los discursos, que se expresan de manera muy atinada en forma de monólogo. Dan mucho juego en los territorios de la metateatralidad o la autoficción. A los espectadores también les gusta que podamos romper la cuarta pared para hablarles mirándoles a los ojos sin filtros. El monólogo dilemático siempre es capaz de expresar las múltiples voces que nos habitan, sea como individuos o como sociedad”.
Impacto teatral
Otros monólogos “sin filtros” los encontramos firmados por Steven Berkoff (Los villanos de Shakespeare), Wallace Shawn (La fiebre, El oficiante del duelo), Sarah Kane (4.48 Psicosis, Ansia), Heiner Müller (Máquina Hamlet), August Strindberg (La más fuerte), Eugene O’Neill (Antes del desayuno), Dario Fo (La tigresa y otras historias), Harold Pinter (Pinter Pong), Wajdi Mouawad (Un obús en el corazón) y Eduardo Tato Pavlovsky (Potestad). Su fuerza, su experimentación y su impacto socavan cualquier intento de edificar un límite a la experiencia teatral.
“El monólogo dramático parte de una situación conflictiva del enunciante, el relato se presenta en relieve, las palabras cuentan más que la mera literalidad de la crónica. Incorpora un elemento agónico”, sentencia Ernesto Caballero, para quien el cuerpo del actor o del actriz es en sí, “en su desguarnecida soledad”, la metáfora viva de nuestra frágil condición.
Desde cero
Shylock, Fígaro, Segismundo, Pedro Crespo, Laurencia, Hamlet… el monólogo se infiltra en los grandes clásicos como un hondo diálogo en el que surgen las grandes preguntas del ser humano. Quizá también las respuestas. Así es el teatro. “Tiene la virtud inmediata de lidiar con una cuestión que va más allá de lo que cuenta. ¿Cómo hacer para que estas palabras convencionales cobren vida (convencionalmente) y crea que ocurren ante mí por primera y única vez? En la ilusión del diálogo está algo más allanada. En el monólogo hay que inventar el presente desde cero”, señala el argentino Rafael Spregelburd, que ha traído recientemente a nuestros escenarios Pundonor, obra escrita, dirigida y protagonizada por Andrea Garrote.
El director y autor argentino, que destaca nombres como Santiago Loza o Mariano Tenconi Blanco, matiza el impacto actual de cierta clase de monólogos: “El monólogo contemporáneo juega con los límites de su verosimilitud con mucha libertad. Los autores le ponemos especial atención porque el modelo más cercano que todo lo devora como un agujero negro es el del 'stand up', una variedad parateatral del acto de monologar, casi siempre al servicio del chiste y la identificación rápida”.
"¡Ay, si lo supiéramos!"
El monólogo siempre está ahí, dando la cara por lo mejor del teatro y del ser humano. Nunca desaparecerá porque narra el pulso abisal de nuestras emociones, el latido de lo más recóndito y ancestral de nuestras esperanzas. Así lo entiende Chéjov en el monólogo de Olga al final de Las tres hermanas: “¡Oíd qué alegre suena la música, tan alegre y animosa que da ganas de vivir! ¡Ay, Dios mío! Pasarán los años y nosotros pasaremos para siempre. Se olvidarán de nosotras, olvidarán nuestra cara, nuestra voz y hasta de cuántas éramos. Pero nuestras penas se volverán alegrías para los que vengan después. Con el tiempo reinarán en el mundo la paz y la felicidad, y los que vivan entonces recordarán con benevolencia a los que vivimos ahora y nos bendecirán. ¡Oh, mis queridas hermanas, nuestra vida no ha acabado todavía! ¡Seguiremos viviendo! La banda toca con tanta alegría, con tanto gozo… y parece que si esperamos un poquito más sabremos por qué vivimos, por qué sufrimos… ¡Ay, si lo supiéramos, si lo supiéramos!”