Lucía Miranda (Valladolid, 1982) lleva más de una década empujando con su Cross Border Project, una iniciativa original dentro del panorama escénico nacional. Su especialidad es el teatro comunitario, que persigue incidir en el entorno en el que se crea. Es una tipología de las artes escénicas que en España está en pañales pero que tiene mucha tradición en el ámbito anglosajón, donde Miranda ha bebido de las fuentes originales, sobre todo en Nueva York.
Resultado de este empeño suyo son trabajos como Casa y Fiesta, fiesta, fiesta. También en el Teatro Calderón, de su Valladolid natal, donde tiene el campamento base (un hito de deslocalización en un circuito, el escénico, bipolarizado en Madrid y Barcelona).
Por todo ello, resulta muy llamativo el montaje por el que está de actualidad ahora. Hablamos de La cabeza del dragón, farsa presuntamente infantil de Valle-Inclán, que de infantil, ya adelantamos, tiene solo la carcasa. Miranda no es una creadora asociada al repertorio de los santones del teatro español.
Pero no pudo decirle que no a Alfredo Sanzol cuando le comunicó sus intenciones: “Quiero que abras la temporada en el María Guerrero con Valle”. El desconcierto le duró a Miranda un suspiro. El reto, qué demonios, le motivaba. Y dijo: “Venga, sí”
“Es cierto que le pedí a Sanzol un tiempo para releer a Valle y decantarme por alguna de sus obras. Lo hice y después de darle algunas vueltas llegué a una determinación clara. Tenía 25 años cuando dirigí por primera vez una obra de teatro. No fue otra que La cabeza del dragón. El cuerpo me pedía volver sobre ella. Me resultó muy curioso que fuese así, que después de 15 años, después de todo lo que he vivido, después de todo lo que me ha pasado, sintiera la misma atracción por la obra que entonces”, explica Miranda, que, de paso, recuerda que sí ha hecho repertorio. “Fuenteovejuna, el Don Juan de Tirso… Lo que pasa es que, como lo he presentado fuera, aquí no se sabe”.
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La razón esencial que le empujó a cerrar el círculo fue la reflexión sobre las tradiciones que alberga la farsa valleinclanesca. “¿Qué debemos considerar tradición? ¿Qué no? ¿Quién y por qué lo decide? ¿Cómo debemos relacionarnos?
Todas esas son preguntas que laten en La cabeza del dragón, un texto que detrás de su trama de princesas y dragones tiene cargas de profundidad muy significativas, tanto que la crítica, cuando se estrenó, rápidamente cayó en la cuenta de que lo de infantil era meramente un señuelo”, apunta Miranda.
Valle lo había escrito para el proyecto ‘Teatro de los Niños’, de Jacinto Benavente, empecinado en constituir un repertorio nacional básico para los más pequeños.
Pero el autor de Divinas palabras no se paraba en barras ante nada. Un ácrata como él hacía lo que le salía de las narices siempre y, si le apetecía darle otro palo a la realeza y a los políticos venales en una farsa para niños, pues se lo daba. “Plantea, por ejemplo, si una tradición como la monarquía merecía pervivir, lo que otorga a la obra una tremenda vigencia”.
Miranda, como Valle, está acostumbrada a hacer lo que le da la gana. “Pero aquí me he cortado porque el texto era intocable”. Eso sí, no se ha podido contener y le ha dado a la bella infantina un mayor protagonismo en el desenlace de la batalla desigual contra el dragón, a cuyas fauces se lanza para salvar a su pueblo. Aunque los detalles del giro de guion, mejor no contarlos, claro.
Festín de títeres
En lo que sí se ha despachado a gusto Miranda es en la puesta en escena. Como en su intervención en el texto, ha tenido que medir milimétricamente las alteraciones introducidas en un edificio histórico como el María Guerrero, que da, en principio, poco juego para innovaciones espaciales. Miranda se ha exprimido la sesera para, sin violentar la normativa que protege la sala, hacer de ella un cubículo mágico.
Dice que ha creado una suerte de escenario de 360 grados, lo que da a entender que el público rodeará la acción dramática. Pero rápidamente corrige la errónea interpretación: “No, no, es al revés: la acción rodeará al público”. Los once actores, todos de menos de 30 años y obligados a encarnar casi una treintena de personajes, se moverán por todo el teatro, en donde el patio de butacas, ampliado, se mete literalmente en el escenario, convertido en un gran teatro de títeres.
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Por otro lado, Miranda ha aprovechado ocho de los palcos. Les ha instalado unas compuertas que se abren y se cierran. “Ahí se representan los flashforwards y los flashbacks que contiene la historia. Son como pequeños teatrillos. La verdad es que todo es muy loco. Por momentos parece que estamos en un musical en el que se escucha flamenco, pasodobles, jotas, romances de ciego...
“Aflora el Valle amante del circo, del music hall, de la noche, no el decadente de Luces de bohemia”, señala la creadora pucelana, que ha incluido en el dramatis personae al propio Valle. El barbado autor, en efecto, oficiará como narrador omnisciente. Leerá las acotaciones, exuberantes e imposibles, marca de la casa, que tantos quebraderos de cabeza generan en los directores. Digamos que Miranda hace de la necesidad virtud. Y de la palabra, catarsis.