Majestades.

Altezas.

Queridas y queridos premiados.

Señoras y señores.

Un lluvioso atardecer, mi hija Raquel, entonces muy pequeña, se acercó a sus hermanos, Miguel y Beatriz, que dibujaban en una hoja blanca.

- ¿Qué hacéis?

- Las letras.

- ¿Todas?

- Todas.

Aquello fue un enorme descubrimiento para Raquel, quien no sabía leer pero sí que se escribe con letras y no imaginaba que no hubiese una cantidad infinita de ellas y menos que fuesen tan pocas. Ella ya había oído muchas palabras, y resultaba que todas podían hacerse con aquel puñado de signos. Por eso, miraba fascinada la hoja blanca, como si fuera un lugar mágico.

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Y la verdad es que, si pensamos a fondo en ello, no dejará de parecernos cosa de magia que las letras, esos pocos dibujos, esos pocos sonidos, puedan tanto. Que puedan darnos tanta felicidad y hacernos tanto daño. Que puedan amenazar a una persona o enamorarla, unir a un pueblo o dividirlo, declarar una guerra o detenerla. Y que incluso se junten para formar esas frases de que solo los niños son capaces como “En la tripa de mamá viví en un castillo” o “¿Por qué las nubes se chocan todos los días con las montañas?”.

Los niños todavía saben que hay un vínculo entre las letras, el juego y el milagro. Lo que me transporta a aquella tarde anterior en que Beatriz, quien entonces aún no había aprendido a escribir, estuvo, sin embargo, haciéndolo largo rato y con honda seriedad sobre otra hoja blanca que luego enseñó a Miguel para preguntarle:

- ¿Qué he puesto?

Si hoy quiero explicarme mi relación con las letras, íntima y apasionada, tengo que evocar una casa, la de mi propia infancia, en que se leía en voz alta. Y después debo, cuanto antes, hablar de mi descubrimiento del escenario, que se me apareció como un lugar no menos mágico que a la pequeña Raquel aquella hoja marcada. También el escenario, tuviese el tamaño que tuviese, era un espacio infinito. En un escenario cabía el mundo. En un escenario cabíamos todos.

Si hoy quiero explicarme mi relación con las letras, íntima y apasionada, tengo que evocar la casa de mi infancia, en la que se leía en voz alta

Así lo supe, inmediatamente, cuando fui por primera vez al teatro, gracias a que nos mandó hacerlo la profesora de Lengua y Literatura del instituto. Un poema sobre el misterio del tiempo, que es el gran misterio de la vida, Doña Rosita, la soltera, de Federico García Lorca, fue la primera obra a la que el asombrado muchacho asistió. Luego acudió a otras, ya sin que nadie se lo impusiese. Entre ellas, esa cuyo protagonista asegura que toda la vida es sueño, lo que el chico escuchó y el adulto escucha todavía como si el actor que lo interpretaba se lo revelase al oído, personalmente.

Recuerdo con gratitud cada una de las obras que vi y oí en mi adolescencia y la emoción que sentía al ir hacia los teatros. Yo había encontrado en ellos un lugar en que me respetaban -y no hay nada más atractivo para un adolescente que sentirse respetado-. La forma mayor del respeto es esperar algo bueno del otro, y yo iba hacia allí donde esperaban que me atreviese a escuchar, a pensar, a recordar, a imaginar.

Poco después empecé a escribir para esos sitios, los teatros, y creo que siempre lo he hecho teniendo presente a aquel chaval que encontró en ellos un lugar de respeto. He escrito siempre, en todo caso, para personas de las que espero mucho: espectadores que me acompañen con su pensamiento, con su memoria, con su imaginación.

Ustedes, espectadores, están siempre a mi lado, desde la primera palabra que pongo en la hoja blanca, aun desde antes de la primera palabra. Lo que decide a un autor a escribir para el teatro, lo que distingue tan singular forma de escritura, es la voluntad de reunión. Los autores reunimos letras con el deseo de que un día unos actores se reúnan en torno a ellas y luego abran su reunión a la ciudad.

"Empecé a escribir para los teatros teniendo siempre presente a aquel chaval que encontró en ellos un lugar de respeto"

Entre todas las expresiones de la bella jerga teatral, mi favorita es “compañía”. Un amigo cuyo afán es la historia de las palabras me ha dicho que “compañía” nombraba, en su origen, a “los que comparten el pan”. Los que escribimos teatro lo hacemos, desde luego, para compartir con otros. Para compartir un tiempo, un espacio, una vocación de examinar la vida y, cuando lo hay, un pan.

Por eso, porque el teatro es compañía, son tantos los que hoy reciben conmigo este premio y lo agradecen a quienes nos lo otorgan. Este Premio de las Letras, además de con mi mujer, madre de mis hijos y dueña de mis nombres, lo recojo junto a las actrices, los directores, los escenógrafos, las figurinistas, los iluminadores, los músicos, las tramoyistas, los maquilladores, las productoras, las traductoras y cuantos compañeros y compañeras, en complicidad con ustedes, han dado vida a las mías, mis letras, en un escenario.

Precisamente ahora estamos en uno, hermoso y antiguo. ¿Cuántos personajes habrán pisado estas tablas antes que nosotros?

Entre ellos, doña Rosita, que vivió esperando. Y aquella criatura que despertaba unas veces en un palacio tratada como príncipe y otras en una gruta encadenada como fiera y llegó a no saber separar la vigilia y el sueño.

Tampoco el personaje que hoy pongo ante ustedes -para el que en esta ocasión no encontré otro intérprete dispuesto a representarlo-, tampoco él se siente seguro de no estar soñando. Después de verse acogido por gentes tan afectuosas como solo suele haber en los cuentos, ahora comparte escena con personas admirables en sus importantes empeños. Acercarse a ellas ya sería, sueño o no, un gran premio.

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Quizá recuerde todo esto como sueño cuando, mañana, busque en una hoja blanca letras que, si me esfuerzo y tengo suerte, acaso una noche unos actores quieran pronunciar ante unos espectadores en un escenario en que quepa el mundo. Y quizá ellos, actores y espectadores, sepan mejor que yo qué habré puesto en la hoja.

Mañana buscaré esas letras. Hoy, en este precioso teatro de la preciosa Asturias, solo diré unas pocas más. Cuatro palabras.

De corazón, muchas gracias.