En lo alto del Palazzo Altieri, frente a la iglesia del Gesú, Anna Magnani le canta a la città eterna su amor por ella, asomada al ventanal. Quanto sei bella Roma, / quanto sei bella, Roma, a prima sera / Er Tevere te serve / Er Tevere te serve da cintura / San Pietro e er Campidojo da lettiera. Frases de una canción popular que ella hizo todavía más popular cuando la entonó en Abasso la ricchezza!, de 1946. Canta justo antes de que amanezca, el 31 de agosto de 1973. Le quedan pocos días de vida porque el cáncer de páncreas la ha sentenciado. Le resulta imposible dormir.
Duele el cuerpo pero también el alma. Lo del primero lo va capeando con morfina pero lo de la segunda… Enciende un Marlboro y canta, canta, para espantar las angustias que la oprimen. A la ciudad de la que nunca ha querido moverse y que la vio nacer en 1908. Pero, de repente, Magnani se percata de que abajo anda un grupo de paparazzi maniobrando para retratarla. Su agonía se vende cara en los diarios transalpinos. Cierra de golpe, con rabia, maldiciendo y despertando así a la asistenta, que la vela en su limbo postrero.
En realidad, no estamos en el Palazzo Altieri, sino en un ático de la calle Desengaño, a cuatro pasos de la Gran Vía. Lo que se ve desde la ventana son los tejados de Madrid. Pero la sugestión que genera la actriz Arantxa de Juan (acompañada por Nerea Portela, que hace de asistenta) en esta función doméstica hace que la treintena de espectadores que nos hemos dado cita en su casa veamos los de Roma, algo que sostendríamos firmemente si nos sometieran después a un interrogatorio bajo juramento.
De Juan, apoyada sobre el parecido físico y la mímesis emocional, es Magnani en uno de esos espectáculos que se perciben especiales desde el minuto uno. Microteatro que se ha ido convirtiendo en una leyenda urbana, de las que dividen al personal entre los privilegiados que lo han paladeado y los que no.
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Para estos últimos, hay tiempo todavía. Pero poco. Hasta el 29 de enero. Desde 2017, De Juan representa Magnani aperta (título con doble lectura que da en el clavo) con una sobredosis de intimidad que compunge. Estamos viendo morir a un mito en su propio salón, que es donde se traslada la acción tras la tonada al alba del dormitorio. Allí se aposenta la Magnani, en camisón negro, color premonitorio.
Ojerosa y todavía enrabietada por los moscardones de los tabloides, oye el timbre de la puerta y sale abrir como un resorte, dejando a la mucama atrás. El chico de los periódicos le entrega un ejemplar de La Repubblica calentito, porque aunque eche pestes de la prensa le gusta estar al tanto de lo que ocurre, qué le vamos a hacer. El problema es que algunas noticias le explotan en la cara. “Ha muerto John Ford. Un cáncer de estómago acaba con la vida del director a los 79 años”, lee la actriz, musa de Pasolini (Mamma Roma) y Roberto Rossellini (Roma, città aperta), que recuerda cómo, en un crucero a Estados Unidos, el artífice de Centauros del desierto la lisonjeaba.
En ese punto, Nannarella -así se la denominaba popularmente- activa su memoria y, al hilo de la dramaturgia confeccionada por la propia Arantxa de Juan evoca los grandes momentos de su baqueteada existencia, los buenos y los malos. Por ejemplo, el Oscar que ganó con su papel en La rosa tatuada, que Tennessee Williams, con el que cuajó una amistad cauterizadora para ambos: en mitad de ciclópeas borracheras en las trattorias romanas se lamían las heridas el uno al otro.
Fue acaso el hombre más fiel que tuvo a su lado. Nada que ver con Roberto Rossellini, que la dejó en la estacada cuando -telegrama incitador mediante- entró en escena Ingrid Bergman. Hilarante es la escena en que, como una loba herida, arremete contra la vikinga subida en lo alto de un volcán de una isla vecina a Stromboli, donde Rossellini y Bergman se abandonaron a un amour fou.
"No me quite ni una de mis arrugas, he tardado toda una vida en conseguirlas". Magnani a un maquillador
La dramaturgia analéptica de De Juan también repasa más historias y repesca algunas frases emblemáticas que pronunció la actriz. Como aquella que le espetó a un maquillador: “No me quite ni una sola de mis arrugas, he tardado toda una vida en conseguirlas”. Igual que Nicole Kidman, ¿no? Y que tantas. Y que tantos. “Trabajando en una industria como la del cine, ella presumía de un físico de mujer del pueblo que nada se acercaba al glamur de esta industria. Y fue precisamente eso lo que la hizo única”, afirma De Juan, que se aventuró con este proyecto durante sus estudios de interpretación en Nueva York con Susan Batson, maestra de Juliette Binoche, Lady Gaga y, miren por dónde, Nicole Kidman.
Esa rebeldía es una constante durante todo el 'metraje' (algo más de una hora). Resistente e indomable, declinó malbaratar su carrera con papeles frívolos e infantiloides. Quería que el público, en particular sus vecinos romanos, la mantuvieran troquelada en el subconsciente como alguien que encarnó la dignidad con mayúsculas en la pantalla.
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Pionera de la igualdad, asimismo, no se doblegó ante el doble rasero salarial entre actores y actrices: “Yo, si no cobraba lo mismo que mi compañero, el galán, no hacía la película. Y le estoy hablando de gente como Marlon Brando”. Todo esto se lo va contando a la cuidadora, que le sirve de excusa para narrarlo a la mínima concurrencia. Mientras, espera a su hijo Luca, que debe volver de sus vacaciones en Grecia para hacerse cargo de su madre, como ella, sin el progenitor al lado, debió sacarlo adelante a él, un niño marcado por las secuelas de la poliomelitis.
Luca no la dejará morir sola pocos días después. Tampoco otro hombre que decidió regresar a su vera en ese final prematuro y amargo pero ejemplarmente digno ("La morfina solo me la pones cuando yo te lo pida", le dice a la enfermera). Aunque está escrito en la historia del cine, no diremos quién. Vayan a verlo, si es que encuentran todavía entradas. Lo sepan o no, les compensará el chaparrón de valentía y honestidad que les caerá encima.