Apuntaba James Davis en su libro Sedados (Capitán Swing) que una cuarta parte de la población adulta de Gran Bretaña toma psicofármacos. En España no les vamos a la zaga. La tesis del antropólogo y psicoterapeuta inglés viene a decir que el capitalismo ha despolitizado los problemas sociales y los ha convertido en problemas psíquicos. Resumido: la avería no está en tu entorno sino en tu cabeza. Resulta más sencillo empastillar al personal (soma a gogó) que mejorar las condiciones socioeconómicas.
La cosa es compleja. Otra solución para evitar el dolor y la frustración es azuzar el consumo: de series, de cuerpos, de prendas… Señuelos para despistar puntualmente de la precariedad material y emocional. En esa encrucijada viven el Chico Paloma, el Hijo, la Mujer Rota, el Joven Performer… Los habitantes del Salón de Belleza, una suerte de orden clandestina compuesta por seres baqueteados que, a través de la solidaridad y la trascendencia, intentan sanar de sus padecimientos anímicos. “Sus traumas son una oportunidad para para iniciar una nueva vida o para el buen morir de que nos habla el final de El Quijote; no un motivo para la queja y el victimismo”, explica José Manuel Mora a El Cultural.
En esa cofradía de ‘penitentes’, epicentro de su obra Los nadadores diurnos, que se estrena el 8 de febrero en la Naves del Español, no hay siquiera derechos, solo responsabilidades. “Pero sus miembros ni los echan en falta porque prevalecen la atención y el cuidado hacia los otros, que no dejan de ser atención y cuidado hacia uno mismo”, precisa el dramaturgo sevillano. O se salvan todos o ninguno. Es la única vía para elevarse sobre una realidad que los ha devastado. Alcoholismo, indigencia, enfermedad, descalabros sentimentales, confusiones identitarias, familias desestructuradas…
[José Manuel Mora: "El proceso creativo es una deuda con el amor"]
“De alguna manera, lo bello sería que contribuyera a que esto lo entendiéramos antes de estar entubados en un hospital, a un paso de la muerte”, añade Mora, que con Los nadadores diurnos ha completado lo que podría considerarse como una secuela de Los nadadores nocturnos, aquel hito del teatro contemporáneo español de hace casi una década que fue reconocido con el Premio Max, y que firmó con su inseparable cómplice Carlota Ferrer, esta en el papel de directora.
Mora retoma cuestiones que quedaron flotando en el aire. Básicamente, las esenciales: quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos. “Los nadadores nocturnos era un texto más superficial e irónico. Este es más introspectivo y espiritual. Una vez agotado el cuerpo [en la primera entrega había mucho sexo], es cuando ya se puede empezar a buscar a Dios”, aclara. Y a fe que Mora, autor diseminado en el coro de sus personajes, lo ha hecho en los últimos años. Queda patente en la cantidad de referencias del Corán, la Biblia y la Torá que va destilando en su cauterizadora polifonía.
Acaso las suras le dan más juego que los versículos. “En el Corán no se habla de pecados sino de errores. Un error se corrige con una obra pero un pecado es culpabilidad, dolor de cabeza, una pesadez, vamos. Del pecado, además, te puedes redimir con una oración y volver a cometerlo al día siguiente. La diferencia, por tanto, es muy importante. Y paradójicamente el Corán en este punto nos acerca más a Jesús, en cuya lengua vernácula, el arameo, no hablaba de pecados sino de errores también. Esto lo acreditan algunos filólogos”.
Mora encabeza su texto con una cita de Ingmar Bergman que esclarece la motivación que le induce a hilvanar lo sacro con su escritura. Es la siguiente: “El arte perdió su impulso creador básico en el instante que fue separado del culto religioso. Se cortó el cordón umbilical y ahora vive su propia vida estéril, procreando y prostituyéndose”. El autor de Esto no es La casa de Bernarda Alba tiene claro que su obligación como artista es “medirse con Dios”. Lo cual, así dicho, puede sonar pretencioso, pero aduce que, si no, no le merece la pena lanzarse al ruedo. Por otro lado, el Dios que presenta en Los nadadores diurnos, siguiendo la tradición judía, es un Dios desvalido y enfermo, que crea a los hombres para que le protejan de las asechanzas del maligno. Estos, pues, deben asumir esa responsabilidad también.
Como demiurga sobre las tablas, ejerce de nuevo Ferrer, hermeneuta imprescindible para Mora. Este, con su gavilla de narraciones (los personajes cuentan sus vidas torturadas e incluso se recogen pasajes de una conferencia de un hebraísta), le plantea el desafío de cristalizar un mundo surreal pero anclado en lugares concretos: el barrio de Tetuán de Madrid, un hotel de Oporto y un cine porno de Pigalle. La música suena en directo, desde Radiohead a Chavela Vargas. También oímos salmodias en hebreo. Una caja de un color negro envuelve la ‘acción’ y los actores: Juan Codina, Julia de Castro, Alberto Velasco... Y un umbral se abre hacia un lugar incierto y, regresando a Hermann Hesse, podríamos preguntarnos si “solo para locos”.