Angélica Liddell se aferra a la vida a pesar de todo. Aunque quitársela se le venga pasando por la cabeza recurrentemente en las últimas tres décadas. Aunque su rabia contra el mundo le resulte muchas veces una carga insoportable. Aunque el dolor la desgarre, la hunda, la desangre, la machaque. Pero no se atreve a dar el paso definitivo, que requiere una lucidez valiente excesiva, no al alcance de cualquiera. En esa tesitura compleja, escribir se presenta como un pecio en medio del naufragio. Al contrario que Jorge Semprún, al que la escritura se le figuraba como incompatible con la vida tras su experiencia de muerte en Buchenwald, a Liddell la sostiene en este mundo. La tarea de escribir es la parte que le corresponde cumplir de su pacto fáustico. Es el compromiso adquirido con el diablo.
Con Vudú (3318) Blixen, título que ensarta la magia negra con la baronesa Blixen (Isaak Dinesen) y el meteorito al que pusieron su nombre en su centenario, satisface las exigencias demoníacas y, de paso, la redime a ella, al menos por un tiempo. Como mínimo las seis horas que dura, veteadas con múltiples descansos entre partes aparentemente dispares en forma y contenido pero que, a la postre, conforman un conjunto que destila buena parte del flujo que supuran sus múltiples heridas, algunas autoinfligidas. No aquí, sino en otros montajes: testimonio de las mismas son los desmayos de un público capaz de ver cualquier cosa en Netflix pero que cuando ve la sangre en directo… Esas heridas son las de siempre, las que sintetizó Miguel Hernández: la del amor, la de la vida, la de la muerte.
Liddell arranca enunciando las cláusulas de su contrato con el demonio y termina dando cuenta -ante una notaria- de las que deben converger en su funeral: ha de ser enterrada con un traje regional extremeño como guiño coherente a sus orígenes y han de sonar 101 salvas de cañón, que atronaron durante la representación. Ofreció a su público fiel, que estoicamente asume las humillaciones que le asesta desde las tablas sin darle la espalda, el funeral esperado pero tuvo una carga trágica menor de la predecible. Había ataúdes blancos en escena pero no de su talla. Todavía no es la hora para ella, que hace poco enterró a sus padres, fallecidos con una cruel simultaneidad. Acabó bailando con inocencia y gracilidad la Alegría de vivir de Ray Heredia, que, ya saben, no la encontró aunque la buscaba con ahínco: murió de sobredosis en La Celsa, en 1991, poco después de componerla.
[Angélica Liddell: "El pacto con el diablo es peligroso"]
Fue un finale en alto, que remató con un manotazo muy torero, como de desplante, con Juan Belmonte en la memoria. El personal, ya entregado, la ovacionó con ganas, y ella recibió tanta calidez con desusada complicidad, saludando varias veces con la notaria de la mano. Fueron, decíamos, seis horas pero no cundió la sensación de aburrimiento. Compuso escenas que se quedarán grabadas de forma indeleble en la memoria: como la de ella sentada fumando impasible mientras un cuervo de gran envergadura picoteaba los ataúdes blancos.
O la de la historia de la “puta perra”, de un tremendismo desternillante, en la que sacaba a relucir su formidable capacidad para la narración oral, en este caso en clave de romance de ciego. Es decir, como si estuviera en mitad de la plaza del pueblo con los lugareños prendidos de su relato. Durante la salmodia, se le transfiguraba el semblante y nos hacía recordar a Rafael Álvarez, El Brujo, con su paleta de inflexiones y la trepidante velocidad a la hora de escupir palabras, dejándonos -y quedándose- sin resuello.
Escribir le pedía el diablo y Angélica escribió, de nuevo un texto de una poética trascendente y punzante, que pone al espectador ante su vacío contemporáneo: la navidad consumista generadora de toneladas de basura, los gintonics sobrantes en compañía inane, la infalible visita de la decadencia física con sus pústulas y tumores, los divorcios con sus pleitos interminables, el sexo desorientado, mecánico, sin sentimiento, como una huida hacia delante, la esclavitud de la estética corporal canónica…
Todo eso lo introdujo en una voz en off que se demoraba ad infinitum, paladeando el daño y demostrando que en el descenso hacia la nada siempre hay todavía un escalón más bajo. Así abofetea Liddell al respetable. Así propicia catarsis y anagnórisis. En Vudú, sin embargo, pareció más piadosa que en ocasiones previas, con ese bailecito ingrávido postrero. La alegría de vivir y la de morir danzando juntas en un mismo cuerpo castigado. "Si no me suicido es porque luego no podría escribirlo".