Venecia

A Milo Rau se le veía venir en su versión de Medea, último título manufacturado desde el NTGent de Bélgica. Arranca en clave de broma. Un actor (Peter Seynaeve) aparece por un lateral de la escena y se desplaza al centro, delante del telón negro, echado. Explica al público que está a punto de empezar el coloquio posfunción sobre la obra. Risas el patio de butacas. Representa al coach que ha guiado a un grupo de niños -cinco- por los abismos de la violencia más visceral y repulsiva en la que les ha sumergido su participación en el montaje sobre el mito clásico. Los pequeños van a apareciendo y tomando asiento. Así se inicia el debate, que modera este coach enrollao.

Les va preguntando qué saben de Eurípides, qué es lo que más difícil les ha resultado de su trabajo interpretativo, cuáles son los temas de fondo de la tragedia griega (soledad, celos, traición, extranjería…), si es necesario el respeto a la literalidad de los clásicos… A la que Milo Rau no se sujeta en absoluto. De hecho, lo ha dicho bien claro en ocasiones: trabajar así es matar al teatro. También surge un cruce de pareceres sobre la representación de la violencia. Alguno de los ‘ponentes’ lamenta que Eurípides hurtase a los espectadores el horror del infanticidio, por ser el cénit argumental.  Y ahí se empieza a sospechar lo que Rau está tramando.

Hay momentos hilarantes en el coloquio. Algunos de los críos articulan respuestas muy fundamentadas y con una altura intelectual impropia de su edad. En plan empollón. Otros muestran una actitud más acorde a su imberbe mocedad, sacando el móvil constantemente, con disimulo, recibiendo la reprimenda del coach. El planteamiento está así servido, sobre todo cuando los chicos, para ilustrar sus reflexiones, deciden espontáneamente repetir escenas concretas.

El telón se descorre y vemos una playa desangelada (está inspirada en la de Ostende, escogida por su tristeza), sobre la que se escenificarán los fragmentos de la supuesta pieza original. Esta es la fórmula de Rau para acercarse a la espinosa figura de Medea, cuyo perfil se ha ido modulando al calor de las corrientes ideológicas imperantes.

En las últimas décadas se constata, de hecho, la necesidad del feminismo de abrir nuevas vías de comprensión (no justificación) de la hechicera que se venga de la traición de Jasón matando a sus dos vástagos en común. Lo vimos por ejemplo en la versión lírica que Paco Azorín presentó en el Teatro Real a principios de temporada. Y lo vemos ahora en la de Rau. Aquel espectáculo, por cierto, tenía otro detalle en común con el del creador flamenco: poner el foco sobre los hijos.

Un momento del monta de Milo Rau. Foto: Andrea Avezzù/Biennale di Venezia

En la pieza de Rau son cinco. ¿Por qué? Pues porque, en uno de sus giros típicos, entrelaza la referencia griega original con un suceso de crónica negra de hace 15 años: la historia de una mujer desesperada que, cerca de Bruselas, acabó con sus cinco hijos y luego intentó suicidarse, sin conseguirlo. Aunque finalmente prefirió abandonar este mundo mediante la eutanasia, mientras cumplía su pena en prisión. A los más pequeños los estranguló y luego los degolló. A los más grandes los acuchilló directamente.

Todo ese proceder sangriento nos lo enseña Rau con crudísimo realismo durante 15 minutos insoportables. Rau se queja de que esta sociedad rehúye mirar el horror y la violencia y, por eso, aquí, con el público enchiquerado en sus asientos, los fuerza a presenciarlo en su más repulsiva expresión, ya que las víctimas son unos pobres críos inocentes, como los que perseguía Herodes. Hay personas que se tapan la cara. Otras, pocas, deciden marcharse.

Es paradójico que la entrada, al menos en Bélgica, estaba prohibida a niños menores de 16 años. Mientras, dentro, los muchachos del elenco encarnan y padecen toda esa insania. La cual tiene su origen -Rau también intenta comprender- en un matrimonio desafortunado: el marido de la infanticida, de origen marroquí tiene una compleja relación con su padre adoptivo, el Dr. Glas, un tipo viscoso que probablemente lo acogió en su seno no precisamente por candor sino por un impulso venéreo. Trauma que altera la convivencia con su pareja porque el padre adoptivo -trasunto de Creonte- se entromete y la intenta agrietar.

Una historia, pues, terriblemente sórdida que incita a pensar si es lícito embarcar a chicos tan jóvenes en ella para servirla a un público cuya conciencia se intenta remover. El trabajo es formalmente cercano a la excelencia (qué bien están los críos, en lo cómico y lo trágico, y qué bueno es el trabajo atmosférico apoyado en proyecciones) pero uno sale con una incomodidad moral repiqueteándole la conciencia. Supongo que, de ese modo, el objetivo de Rau está cumplido.