Dicen los relatos de la época que Carlos V acostumbraba a yantar comilonas de una veintena de platos, la mayoría carnes rojas; y para que no se le hiciese bola tanta caza, se 'hidrataba' con cuatro litros de cerveza (!). Esos abundantes manjares acabarían derrumbando su salud a través de la gota, enfermedad que le provocó terribles dolores y le postró, en la última etapa de su vida en el Monasterio de Yuste, a una mísera silla de madera con dos patas extensibles y un cutre acolchado. La perfecta metáfora de la vulnerabilidad del ser humano, también del más poderoso.
Esta glotonería del emperador constituye una suerte de clímax del "bárbaro amontonamiento, la caótica sucesión de gigantescos platos propios del almuerzo medieval" que caracterizó a los "siglos salvajes" en lo que al comer se refiere. Una época dominada por las postales de carnes de aves dispuestas en forma de pirámide y procesiones de cuadrúpedos pesados y robustos sobre enormes fuentes que fue sepultada por una dulce y refinada revolución gastronómica.
Entre finales del siglo XVII y principios del XVIII, desde los últimos tiempos del Rey Sol, la cocina se transformó en Francia, la convirtieron en un arte los sabios y delicados chefs galos, los philosophes. Los banquetes se sacudieron la opulencia de las elaboraciones renacentistas y barrocas y se entregaron al lujo, a la sencillez elegante y a la ligereza de los alimentos. Nació una nueva moda culinaria, con atracción por lo exótico, interesada casi más en el prodigio creativo, en ejecutar obras maestras de la ingeniería confitera, que en el deleite del paladar. Comer pasó a formar parte de una nueva forma de relaciones sociales en sintonía con el ardor intelectual de la Ilustración y sus coloquios.
Ese paisaje elitista, etéreo, frívolo, lo dibuja con erudición y originalidad el ensayista italiano Piero Camporesi (1926-1997) en El sabor del chocolate, que ahora edita Debate en español. El historiador narra el triunfo de los destilados, las gelatinas, los sorbetes, los consomés y bebidas como el té y el café, que no embotaban los sentidos sino que hacían que las personas fuesen más activas y combativas, frente a los sanguinolientos pedazos de animales que había que roer. "El gusto del siglo era más propenso a ver y a oír que a saborear y a comer", resume el autor.
Sitúa Camporesi el embrión de la gran época de la alta cocina francesa durante las negociaciones del Tratado de Utrecht, en las mesas de los embajadores plenipotenciarios, y su madurez en los años de la regencia de Felipe de Orleans (1715-1723). Vincula, además, la hegemonía cultural y el internacionalismo culinario galo con el expansionismo militar y la política dinástica de los Borbones: Francia exportaba cañones, ideas y recetas.
Los fogones se convirtieron, asimismo, en un campo de batalla de resultado incierto. Los cuisiners, como todo ejército, debían tener unas espléndidas reservas para agradar a los comensales. En caso contrario, podían registrarse episodios extremos como el protagonizado por el maître François Vatel, que se suicidó por un banquete insatisfactorio servido a Luis XIV —unas versiones dicen que el pescado fresco no llegó a tiempo y otras que salió mal un asado—.
Un "gémino tesoro"
"Más que una floración fue un estallido, una explosión imprevisible de refinamiento, combinada con la alegría de vivir y el sutil placer de la conversación chispeante", explica el historiador sobre el fenómeno de reforma gastronómica. "Esa ciencia de los sabores dio un brío inigualable a la cultura del siglo y constituyó un propelente inigualable de las ideas burbujeantes de los filósofos y de las damas intelectuales".
Los cocineros franceses, considerados "químicos domésticos", y los gustos renovados no solo despreciaron las carnes rojas y las sustituyeron por aves de corral y caza menor. También retiraron de las dietas condimentos vigorosos como el queso, la cebolla o el ajo e incluyeron delicatessen del estilo de las trufas y las ostras. El ensayista italiano anota en este sentido una llamativa paradoja: el Siglo de las Luces "enemigo de la oscuridad y de las tinieblas, prefiere alimentarse de organismos gélidos, inertes, semicadavéricos, que salen descompuestos de las aguas o de estériles bulbos, enemigos de la luz, alimentados de la humedad nocturna".
Pero el producto estrella de la época fue el chocolate, el "caldo de las Indias", esa "bienaventurada eternidad potable", un "gémino tesoro", según lo definieron entonces. Su origen conduce a México, al Nuevo Mundo, fábrica de otras novedades exóticas que fascinaron a los europeos del siglo XVIII. Concretamente fueron los conquistadores españoles, liderados por Hernán Cortés, quienes tomaron su uso de los aztecas, transformando en una bebida agradable, dulcificada, el chocoatl picante, especiado, que constituía el alimento de los dioses.
Durante la Ilustración el chocolate se preparó mezclando sencillamente azúcar y cacao con un ligero toque de vainilla y canela. Fue una bebida especialmente reivindicada por los jesuitas, que conoció un "frenesí generalizado", "una marcha triunfal", destaca Camporesi, más arrolladora incluso que la del café. No podía faltar en las mesas coloridas de la aristocracia y en las veladas de debate de los salones literarios. Atrás quedó su función como ingrediente sólido e importantísimo de las raciones de los soldados, aunque pocos se imaginarían su nueva reputación del futuro, nuestro presente: la virtud de convertirse en comida erótica.