A diferencia de otros historiadores, que se acercan al cómic con la frialdad del geólogo a una roca magmática, en Antoni Guiral, también guionista y comisario de exposiciones, se advierte su amor hacia este medio. De manera que recorrer de su mano la historia de Pulgarcito es una experiencia en la que se combinan por igual la emoción del entusiasta y el rigor del erudito.
La mítica cabecera infantil, surgida en 1921 y muerta en 1987, albergó a grandes dibujantes y guionistas que, pese a estar constreñidos por la censura y la edad de sus lectores, fue el espejo, especialmente en la posguerra, de una España que no podía reconocerse en la grandilocuente realidad que el No-Do proclamaba en los cines. A todos esos profesionales (Cifré, Escobar, Jorge, Vázquez, Peñarroya, Ibáñez o Estivill, entre otros) les debemos un elenco de personajes que son patrimonio basal de nuestro medio (como Carpanta, Zipi y Zape, Doña Urraca, Las hermanas Gilda, Gordito Relleno, El reporter Tribulete o Mortadelo y Filemón) y también un sinfín de hallazgos narrativos.
A la hora de cribar el legado de la movida madrileña en lo que respecta al cómic, siempre nos quedará este trabajo de Rodrigo, que apareció en las páginas de La Luna de Madrid entre 1984 y 1985, y no, o no tan solo, por ser una desinhibida manifestación del amor homosexual, reprimido hasta hacía bien poco por la Dictadura, sino por constituir una celebración del gozo de los sentidos expresado a través de un deslumbrante dibujo.
La historia del descubrimiento de Manuel por Rodrigo en una piscina y el desencadenamiento de un frenético idilio hasta la desaparición del amado constituyó el pretexto para este homenaje gráfico que corrió paralelo a la presentación de una escultura en ARCO. Sin recurrir a palabra alguna, y con sorprendentes soluciones compositivas, el tono para abordar este relato de fulgor y semen no fue el de la provocación a la que recurría el gran Nazario con su Anarcoma, sino que estuvo más cerca de propuestas como la película Conversación angélica de Derek Jarman.
La Ascensión del Gran Mal, obra autobiográfica de David B., en la que abordaba la epilepsia de su hermano, y cuyo último volumen apareció hace 18 años, sigue pesando como una losa sobre este excelente autor, al que se cita continuamente como uno de los grandes creadores franceses de los 90, pero en cuyos trabajos posteriores no suele detenerse la crítica. Y sin embargo, sería fácil establecer un continuo entre sus primeros cuadernillos y obras como ésta: la más importante, sin duda, su don para adentrarse en el territorio de lo onírico y lo maravilloso, que lo emparenta con la literatura más lúdica de Queneau.
El que fuera uno de los grandes personajes del folletín, Nick Carter, cuya simplicidad y desmesura adoraban los surrealistas, da pie a David B. para hacer entrar en contacto al detective con André Breton en un momento, 1931, en que éste sufre una crisis. Hasta 1966, en que fallezca el escritor, ambos vincularán sus destinos en pos de un encargo ambiguo y delicado: buscar el oro del tiempo.