En el Madrid de los primeros meses de Guerra Civil, casi todos los libros de coleccionistas privados y de sitios oficiales, como la Biblioteca Nacional, el Archivo Histórico o los depósitos del Palacio Real y del Monasterio de El Escorial, pasaron por las manos de un solo hombre: Antonio Rodríguez-Moñino. El "príncipe de los bibliógrafos españoles", como lo definió a su muerte el hispanista francés Marcel Bataillon, fue uno de los actores destacados de las incautaciones con las que el Gobierno de la Segunda República pretendía salvaguardar este patrimonio, en riesgo tanto por las bombas enemigas como por las turbas de milicianos.
Uno de los sitios en los que intervino este erudito fue el palacete del acaudalado bibliófilo José Lázaro Galdiano, el conocido como Parque Florido, en la calle Serrano. Se trató de una incautación "llena de sombras", marcada por el descontrol y la falta de documentación, en la que se registraron "numerosas pérdidas". Los libros fueron a parar a los fondos de la Biblioteca Nacional, que después de la contienda, hasta 1948, había devuelto 13.500 ejemplares, unos 800 manuscritos, cerca de mil grabados y centenares de folletos. Lo que sorprende es encontrar en esas fechas al propio Moñino, protagonista de la requisa, en la pugna por la devolución de la biblioteca a su dueño original, y en el bando de los agraviados.
Este gran sabio, admirado por las principales figuras de la cultura española del siglo pasado como Camilo José Cela, Rafael Alberti, Dámaso Alonso o Lázaro Carreter, fue doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Salamanca, académico de número de la RAE, vicepresidente de la Hispanic Society of America y profesor en Berkeley, entre otros cargos y reconocimientos. A su muerte en 1970, con apenas 60 años, reclamaron para él un lugar en esa selecta terna, y se le ha llorado en las últimas décadas como a un intelectual republicano perseguido por el franquismo, un profesor represaliado que no pudo recuperar su cátedra de Instituto.
Pero esa imagen es un "mito", como asegura Pablo Ortiz Romero, doctor en Historia y arqueólogo, en la biografía que acaba de escribir sobre Antonio Rodríguez-Moñino (Almuzara), en la que analiza con la mayor profundidad que permite la documentación las luces y sombras que configuran la figura del bibliógrafo. "No fue una víctima de la implacable dictadura de Franco, no al menos en la dimensión que ha asumido la historiografía", resume el autor, asegurando incluso que fue un personaje "protegido por las autoridades franquistas [del Ministerio de Educación Nacional], que lo salvaron", logrando su absolución en un consejo de guerra celebrado en 1939 que "parece más bien un simulacro".
Expolio del MAN
Moñino, después de esquivar las acusaciones de que era un sacerdote y un espía fascista el los primeros compases la contienda, fue nombrado asesor para las relaciones entre la Junta de Incautación y Protección del Tesoro Artístico y la Comisión Gestora del Cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios y Arqueólogos. Sus conocimientos y pasión por el libro le acreditaban para esa labor de ejecutar las intervenciones y organizar la protección de los bienes culturales. Ortiz Romero, sin embargo, discute el arquetipo de sabio moderado y dibuja a un "activista, impulsivo", entonces de 26 años, que gozó de gran autonomía y la confianza de los responsables políticos.
"Moñino no incautaba solo par salvar las bibliotecas privadas de los peligros de la guerra (bombardeos, incendios), sino que lo hacía animado de algo de mayor alcance, en la ola de su pasión de bibliófilo: socializar el libro. El liberal que luego fue está lejos, lejísimos, de este joven del verano de 1936 que actuaba en absoluta coherencia con el ideario de sus compañeros de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, sus amigos comunistas de quienes renegará al acabar la guerra", escribe el historiador, cuya investigación contribuye a verter luz sobre el proceso de protección del patrimonio bibliográfico madrileño durante la guerra.
En cualquier caso, el acontecimiento definitorio en la biografía de Moñino es el expolio de las cerca de 3.000 monedas de oro que se conservaban en el Museo Arqueológico Nacional y acabaron en México, probablemente fundidas. La operación, el 4 y 5 de noviembre de 1936, tuvo tres protagonistas: Wenceslao Roces, subsecretario del Ministerio de Instrucción Pública y cerebro de la misma; Felipe Mateu y Llopis, responsable del Gabinete Numismático de la institución; y Rodríguez-Moñino, que aparece como ejecutor de las instrucciones del primero.
En una primera versión, Mateu señaló al bibliógrafo como el culpable del saqueo de las piezas áureas, aunque también barruntó que en el fondo era consciente del desastre que se estaba cometiendo y por eso le habría permitido esconder algunas monedas. Cuando se reclamó su intervención en el consejo de guerra abierto al contra Moñino, sorprendentemente le exculpó de todo y señaló a Roces como el único responsable. Este tema apenas fue tratado en el juicio por las autoridades franquistas. Solo las quejas de algunos técnicos del régimen lograron que su expediente se congelara. Desde entonces, de su biografía "ha desaparecido por completo el oscuro y desgraciado asunto del expolio monetario del MAN, donde tanto protagonismo tuvo", asegura el historiador, que ha escrito esta obra para desenmascarar "silencios y medias verdades".
Rodríguez Moñino, cuando la situación en la capital asediada se empezó a complicar, participó en el traslado del los fondos bibliográficos de Madrid a Valencia. Después, el Gobierno lo utilizó como punta de lanza contra las campañas de descrédito alentadas desde el bando sublevado e incluso le confió la búsqueda del Cantar de mio Cid. En 1938 acabó como soldado raso en el frente de La Serena, en Badajoz, tras ser movilizados los de su quinta, donde presidió la Junta delegada del Tesoro Artística de Extremadura, creada ad hoc por sus peticiones.
Lo cierto es que aunque logró regatear la represión franquista y anidó con dignidad en el nuevo régimen, siempre existió el runrún de que era un bibliopirata por su papel en las incautaciones de bibliotecas. Un sentimiento que manifestaba con pesar en una carta fechada en 1960, precisamente la misma en que la RAE le cerró las puertas en primera instancia por ese pasado rojo: "Nadie sabe, nadie, lo que yo llevo sufriendo durante estos últimos años al tener que soportar esta calumnia atroz, nunca llevada por vías legales, sino por sotto voce". Resume Ortiz Romero que Moñino, tras la guerra, "negó la mayor y negó a casi todos. Señaló a algunos, esgrimió enemigos y, sobre todo, se reivindicó a sí mismo. Se defendió atacando".