A Helmuth Neuerburg, comandante del U-869, las autoridades nazis le encargaron una última y utópica misión en diciembre de 1944, ya en el epílogo de la II Guerra Mundial, cuando la derrota de Hitler era manifiesta: combatir a la Armada de Estados Unidos en el Atlántico, probablemente el destino más prestigioso para un submarino alemán. De camino hacia la costa de Nueva York y ante la dificultad de establecer comunicaciones, los planes se alteraron desde el alto mando: el U-Boot debía dirigirse a Gibraltar para patrullar el litoral africano. El mensaje, sin embargo, nunca fue recibido.
Es probable que el U-869 se acercara a las costas estadounidenses a principios de febrero de 1945. Los aliados, que interceptaban todos los avisos enemigos, estaban al tanto de su presencia y conocían su destino. Los destructores fueron alertados para enviarlo al fondo del mar, pero nunca se entabló ningún combate. El submarino nazi desapareció sin dejar rastro, y con él se hundieron las vidas del comandante Neuerburg y del resto de la tripulación —de los 56 marinos solo se salvaría uno, el operador de radio Herbert Guschewski, que se había quedado en tierra en último momento por una neumonía—.
A finales del verano de 1991, el capitán de un barco pesquero al que todos conocían como Skeets le confió a Bill Nagle, una leyenda del submarinismo en Nueva Jersey que se dedicaba a encontrar y desvalijar pecios antiguos, las coordenadas de un lugar especial que probablemente escondiese un barco hundido por la cantidad de pez que allí se capturaba. La ubicación del sitio, a unos 96 kilómetros de la costa de la población de Brielle, se la intercambió por la de un pequeño naufragio cerca de la orilla en el que abundaban los calderones.
La primera inmersión programada por Nagle, su íntimo amigo John Chatterton, un veterano de Vietnam, y doce intrépidos buzos —luego se uniría a esta aventura otro de sus protagonistas, Richie Kohler— confirmó que a unos setenta metros de profundidad, en gélidas aguas de poca visibilidad y entre fuertes corrientes, se encontraba el pecio de un submarino alemán intacto y sin documentar. El U-869, aunque en aquel momento nadie lo sabía, acababa de aparecer casi medio siglo más tarde de su misterioso hundimiento.
La fascinante historia del descubrimiento de la nave sumergible nazi y la búsqueda de su identidad la contó en 2004 el periodista Robert Kurson en su best seller titulado Tras la sombra de un sumbarino, que ahora reedita Península —la primera edición en español es de RBA de 2005—. Es sin duda un clásico del género de la no ficción narrativa, un gran reportaje que describe con profundidad y dramatismo la arriesgada empresa de los buceadores —tres murieron durante las inmersiones—, o mejor dicho los cazatesoros, porque así han de ser llamados a pesar de su innegable valentía.
¿A quién disparó?
No fue hasta 1997, con Bill Nagle ya muerto, cuando Chatterton y Kohler encontraron la prueba concluyente de que el submarino era el U-869, cuya desaparición se relacionaba con las aguas de Gibraltar. Antes habían recuperado numerosos objetos, como piezas de vajilla grabadas con la esvástica, y algo mucho más escalofriante: calaveras, fémures y otros huesos de los integrantes de la tripulación que habían quedado atrapados. La crónica de Kurson indaga con precisión literaria en la cadena de acontecimientos, pero es que además recoge pasajes de verdadera angustia que convierte con su rica prosa en escenas dignas de un thriller.
Todavía hoy quedan interrogantes por resolver, siendo el principal el porqué del hundimiento del submarino. La hipótesis más plausible sobre el colosal daño que sufrió el puente de mando, un boquete de unos cuatro metros de ancho por nueve de largo, señala al impacto de un torpedo propio, como resume el autor en el epílogo. El disparo de un torpedo acústico o "corredor en círculos", que perseguían los sonidos de los motores eléctricos, las bombas y los generadores de las embarcaciones, probablemente se tornó en contra del U-869, a pesar de que el comandante estaba instruido sobre cómo esquivarlo: sumergiéndose o cambiando el rumbo. Nunca se sabrán las órdenes que gritó en esos instantes Helmuth Neuerburg. Tampoco a qué buque había disparado. Son los grandes enigmas del U-Boot fantasma de Hitler.
Resulta estremecedora la descripción que hace el reportero sobre el infierno desatado tras el estallido: "Los hombres que estaban en la zona del puente debieron de volar en pedazos y seguramente quedaron pulverizados. (...) Sin duda se generaron ondas de presión de aire que corrieron hacia ambos extremos de los 77 metros de largo de la nave, lanzando por los aires a algunos marineros, quienes chocarían contra el techo o las paredes o entre sí, aplastando a otros como marionetas (...) El submarino tardó probablemente menos de treinta segundos en llenarse de agua y menos de un minuto en el fondeo del océano. Si alguien hubiera sobrevivido a la explosión y, de alguna manera, hubiese conseguido llegar a la superficie, no habría sobrevivido más de una hora en aquel océano helado".
Otro aspecto llamativo de esta singular historia es el comportamiento antagónico de sus dos protagonistas principales después de la confirmación del número del pecio: mientras Chatterton se desentendió casi por completo, Kohler sintió un compromiso moral con los descendientes de todos los marinos. Así dio con el afortunado Guschewski, que recordaba cómo el comandante se había despedido de él llevándole chocolates, galletas y flores y deseándole una pronta recuperación. La fortuna le había privado de una muerte terrible.