Sébastien Blaze de Bury fue un boticario y farmacéutico militar destinado a la Grande Armée de Napoleón que irrumpió en España en 1808. Su escasa fama no se debe a haber aplacado las dolencias del mariscal Soult, sino a unas memorias —publicadas en castellano por Renacimiento— en las que relató sus peripecias en la Guerra de la Independencia. Herido y capturado en la batalla de Bailén, logró ser incluido en un intercambio de prisioneros y llegó en 1810 a la Sevilla ocupada, donde disfrutaría de momentos felices y de sosiego.
Aunque en sus textos vertió críticas hacia la pobre salud higiénica y sanitaria de la ciudad hispalense, también cayó rendido a su belleza, sumándose a un refrán cada vez más extendido en el registro popular. "Quien no ha visto Sevilla no ha visto maravilla". Blaze fue testigo de la Semana Santa del citado año, atípica porque tan solo habían transcurrido dos meses desde la conquista napoleónica y porque en un principio las hermandades, que tiritaban por las requisas de plata por parte española y los desalojos y expolios de los invasores, habían acordado no hacer estación penitencial.
Solo la presencia del rey José I y su pretendido deseo de conocer las procesiones revirtió el escenario. El joven farmacéutico quedó asombrado por la figura y el atuendo de los varios miles de nazarenos contabilizados, y también preocupado porque aquella enorme masa de penitentes parecía "un ejército disfrazado". De hecho, ante los rumores que situaban a las guerrillas españolas en el interior de las murallas, los franceses desplegaron destacamentos militares en las plazas y cruces de las vías principales. Salvo ese episodio de supuesta amenaza, las tres Semanas Santas en las que Blaze estuvo presente transcurrieron con total normalidad.
El militar del Ejército galo constituye una de las primeras miradas francófonas que se proyectaron sobre la fiesta mayor sevillana y sus ocho días sagrados en la centuria decimonónica. Constituye este fenómeno un auténtico subgénero de la literatura de viajes, inaugurado a finales del siglo XVIII por los viajeros románticos y que se prolongó hasta los años de la dictadura franquista con la participación de figuras de relevancia internacional como Marguerite Yourcenar.
Sumergirse en los escritos, misivas y testimonios de los llamados "turistas de Pascua [o de Semana Santa]" es la empresa que aborda el profesor y filólogo Juan Villegas Martín en La Pasión francesa (El Paseo), un libro delicado, jugoso en anécdotas, divertido y plagado de andanzas y reflexiones extravagantes.
Choque cultural
La heterogeneidad fue sin duda la principal característica de la fascinación francófona por esa "métamorphose d'avril" que la ciudad del Guadalquivir experimenta cada primavera con sus pasos, procesiones y emociones. Antoine Latour, secretario del duque de Montpensier, fue de los primeros en construir una descripción detallada de la festividad. A destacar, sus lamentos —compartidos por sus paisanos más devotos— ante el menoscabo del espíritu cristiano que "esta fiebre de placer que agita Andalucía entera" produce al apoderarse de la religión y sus ceremonias.
Muchos viajeros de la otra vertiente de los Pirineos dibujaron, como el intelectual y escritor Eugène Poitou, una "ciudad de placer" y una Semana Santa que se asemejaba a un espectáculo carnavalesco, una "gran función" a la que que los españoles acudían como si fuesen a una corrida de toros. De su experiencia en 1866, quedó espantado al contemplar las filas de nazarenos, tocados de "formidables gorros en forma de pan de azúcar", que le recordaban a los funestos personajes de los cuadros que había visto sobre los autos de fe de la Inquisición. "Nada más extraño ni más siniestro" que "esos ojos tenebrosos que te miran bajo esas capuchas", sentenció con esa tradicional superioridad de las posturas galas ante todo lo español, sinónimo de decadencia.
Pero hubo incluso reinas, como la ferviente católica María Amelia de Borbón, esposa de Luis Felipe I y exiliada en Sevilla en 1853, que encontraron en la Semana Santa y su devoción "los más sensibles alivios" a sus penas. Se resumen las discrepancias a un choque cultural y de costumbres: el apasionado catolicismo español no era bien digerido por todos los vecinos del norte, más fríos y racionalistas.
La nómina de viajeros es inmensa: clérigos, laicos, poetas, pintores, ilustradores como Gustave Doré —una de las imágenes más icónicas de la fiesta en el siglo XIX es su grabado sobre el paso del Nazareno del Silencio—, eruditos… Se registraron tantos perfiles como perspectivas. "En sus relatos la alabanza y el panegírico se mezclaron con la incomprensión o la crítica, el dogmatismo con la heterodoxia, la sorpresa con la decepción", resume Villegas Martín.
Hasta constituye esta pasión francesa un singular recorrido por la historia de España y las relaciones entre Estado e Iglesia, y sus años más convulsos, los de la Segunda República. Suspendidas las procesiones en 1932 ante la negativa de las cofradías a salir como protesta por lo que consideraban el atropello de la religión a manos del nuevo régimen, en 1936, prólogo de la Guerra Civil, transcurrieron con normalidad y esplendor.
El enviado especial de Le Journal, Édouard Helsey recogió a la perfección una obvia paradoja: "Se puede votar Frente Popular sin renunciar a las sorprendentes procesiones de la Semana Santa". Su crónica de ese año rezaba: "Fervor místico y juerga popular en España, donde la ola roja del bolchevismo no ha mermado la secular fe católica".