Para celebrar la inauguración de su monumental teatro (55 a.C.), el primer edificio de espectáculos de Roma construido de forma permanente en piedra, Pompeyo ordenó soltar una veintena de elefantes africanos en el circo para darles caza. Los exóticos animales se conocían en la Urbs al menos desde dos siglos antes, cuando el cónsul Dentato le arrebató cuatro ejemplares al rey Pirro en la batalla de Benevento y los exhibió como trofeo de guerra. Sin embargo, nunca habían sido los protagonistas de este tipo de empresas cinegéticas urbanas.
Además de instalar rejas de hierro para proteger al público, se seleccionó a un grupo de gétulos, un pueblo nómada del desierto, para enfrentarse a los elefantes. Una de las fieras, paralizada por un venablo clavado en una pata, le arrancó con su trompa el escudo a uno de los cazadores y lo lanzó al aire. El fervor del pueblo romano fue tan atronador que los animales, asustados, intentaron salir en estampida, pero viendo que no había escapatoria comenzaron a emitir un sonido lastimero, como de súplica, que conmovió a los espectadores y al propio general, que les perdonó la vida.
Fue un episodio singular, recogido en los textos de Cicerón, Plinio, Dion Casio y Séneca, pero también ilustrativo de la fascinación y adrenalina que sentían los romanos al contemplar cómo el hombre se enfrentaba a las bestias procedentes de los lugares más recónditos: leones de Mesopotamia, hipopótamos de Egipto, tigres de Hircania, leopardos de Libia, osos de Hispania, jabalíes de Germania…
Como explica la arqueóloga e historiadora María Engracia Muñoz-Santos en Animales in harena (Confluencias), estos espectáculos que se celebraron en plazas, circos y anfiteatros de todas las ciudades del Imperio, con epicentro en el Coliseo, tenían un significado simbólico más allá del simple entretenimiento de los ciudadanos: la gran potencia de la Antigüedad se enfrentaba a la barbarie para dominarla. De la misma forma que sucedía con los gladiadores, había criaturas de todas las regiones sometidas por las legiones.
El ensayo no solo reconstruye la tipología de espectáculos —estaban las venationes o caza de fieras; las exhibiciones de presas capturadas, como el desfile de la pompa circensis; o la utilización de animales salvajes en las ejecuciones de condenados a muerte, llamadas damnatio ad bestias— y los festejos más extravagantes de los emperadores —aunque las cifras sean una exageración de las fuentes, durante el reinado de Calígula se mataron 160.000 bichos en tres meses; mientras que Trajano celebró su victoria sobre los dacios ejecutando a 11.000 en 123 días–.
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Responde también a una cuestión básica y fundamental: la logística. Muñoz-Santos recuerda la escena de Gladiator en la que Máximo Décimo Meridio (Russell Crowe) se enfrenta a tres tigres de bengala, oriundos de Nepal, la India o el Tíbet. ¿Cómo llegaron hasta el anfiteatro Flavio? ¿Cómo fueron capturados y transportados? ¿Qué cuidados recibieron durante la travesía y durante su estancia en Roma previa al espectáculo? ¿Y qué se hacía con sus restos cuando caían desangrados en la arena?
Un zoo en Roma
A todas esas preguntas se trata de responder con las escuetas pistas que ofrecen las fuentes literarias, epigráficas y arqueológicas. Los polivalentes soldados y auxiliares del Ejército romano participaron en la captura de las bestias con redes, perros y otras herramientas, recurriendo a sistemas como hoyos en el suelo, hostigamiento o robo de cachorros. Una inscripción conmemora que la Legio I Minerva capturó en Colonia cincuenta osos en seis meses. Los mosaicos muestran que los animales apresados se introducían en jaulas o cajas, o se les ataba a postes de madera para ser porteados.
La mayoría de los envíos a Roma se realizaba por mar, aunque también se conocen casos de caravanas terrestres. En el puerto de Ostia esperaban funcionarios como Marco Aurelio Víctor, encargado de fieras, responsable de supervisar su desembarco y transportarlas hasta una suerte de zoológico llamado vivarium. Este espacio —probablemente hubo varios— se localizaba extramuros, a unos dos kilómetros del Coliseo. Las bestias se alimentaban con los cuerpos de otros animales y tenían medicus veterinarius.
La referencia más antigua a una missio o lucha entre criaturas salvajes en la Urbs es de 186 a.C. Para celebrar su victoria sobre los griegos etolios, el cónsul Marco Fulvio Nobilior ofreció durante diez días unos juegos en los que participaron panteras y leones. Pero los primeros animales que se dejaron sueltos en la arena para ser cazados fueron cien leones enviados por el rey Boco de Mauritania junto a sus arqueros, durante la pretura de Sila.
El ingenioso Julio César fue el primero en mostrar una jirafa en el año 46 a.C. y estableció eventos donde los elefantes luchaban entre sí montados por personas en torres. Nerón hizo carreras de cuádrigas tiradas por camellos y Cómodo mataba a las avestruces con flechas con punta en forma de media luna.
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Las ambiciones de los emperadores y caudillos militares también se desvelan con el exotismo animal. Según Plutarco, el mencionado Pompeyo, en un desfile triunfal tras sus victorias en África, trató de entrar en Roma subido a un carro conducido por cuatro elefantes libios. Pero tuvo que desechar la idea ante la estrechez de las puertas de la ciudad. La física se interpuso en el camino de las ansias de grandeza.