Hombre supersticioso, habilidoso propagandista, político ambicioso, sanguinario caudillo, admirado estadista… Contradictoria resulta la figura de Augusto, el princeps que enarboló el modelo de virtud a imitar entre los emperadores romanos y a quien debemos el nombre del mes de agosto.
Una personalidad múltiple que ya desde tiempos antiguos diversos autores y sucesores en el cargo quisieron reflejar, aunque fuese entre líneas. Justiniano, a mediados del siglo IV d.C., escribió una sátira en la que imaginaba un banquete con el que los dioses daban la bienvenida a los deificados emperadores. Augusto aparecía descrito como una figura extraña e innatural, que cambia constantemente de color para confundirse con lo que le rodea, como un camaleón. Solo en última instancia, cuando es instruido por la filosofía, se convierte en un gobernante bueno y sabio.
La metáfora resulta acertada para resumir la biografía del longevo princeps —vivió hasta los 75 años—, que evolucionó del aspirante manipulador, ambicioso e implacable a figura venerable, respetada y querida por todos en la Antigua Roma. Pero descifrar al verdadero Augusto ha resultado una empresa quimérica para los historiadores; no precisamente por la escasez o el partidismo de las fuentes, sino porque fue un maestro del relato: tuvo la necesidad de reinventarse a sí mismo a lo largo de toda su vida.
Para empezar, fue un hombre con tres nombres. Nació en Roma en septiembre del año 63 a.C. como Cayo Octavio, se convirtió en Cayo Julio César al ser nombrado heredero del dictador y se le concedió en 27 a.C. el de Augusto gracias al voto del Senado y del pueblo romano. La historiografía moderna solo ha utilizado este último y el de Octaviano, que él siempre despreció porque así era como lo llamaban sus enemigos.
Sangre y purgas
Un dato reseñable de su historial reside en su permanente precocidad. Augusto se lanzó a la extremadamente violenta política de Roma con tan solo diecinueve años. De hecho, logró ser nombrado cónsul a esa edad —el cargo estaba vetado a los menores de cuarenta y dos— tras lanzar un órdago al Senado: como al principio su candidatura fue rechazada, marchó sobre la ciudad con un amplio despliegue de legiones, que no encontraron ningún tipo de resistencia.
Augusto se había formado bajo la toga de Julio César. El despiadado general hizo que el joven le acompañara en su campaña bélica en Hispania durante la guerra civil contra Pompeyo, aunque una enfermedad le impidió llegar a tiempo al teatro de operaciones y se perdió buena parte de la acción. Su asesinato le sorprendió en Grecia, estudiando retórica, oratoria y otras disciplinas imprenscindibles para un aristócrata de su proyección.
Como heredero señalado de César, Octaviano se granjeó poco a poco la legitimidad de su nombre y su posición. Incluso se endeudó para entregar a cada ciudadano la cantidad de trescientos sestercios que el dictador les había legado en su testamento. Y tras firmar la alianza con Marco Antonio y Lépido del triunvirato, se lanzó a la caza de los asesinos de su padre adoptivo.
Ese es uno de los capítulos más oscuros de su biografía: las proscripciones. En el Foro se expusieron dos listas de nombres, y quienes aparecieran en ellas podían ser ejecutados sin temor a represalias. Así le ocurrió a Cicerón, degollado cuando estaba a punto de subirse a un barco. Los triunviros incluyeron a varios ciudadanos ricos para pagar las deudas contraídas con los soldados y sufragar la campaña para castigar a los Bruto, Casio y compañía.
La batalla naval de Accio (31 a.C.) fue un momento clave en la vida de Octaviano. Logró al fin derrotar a su nuevo y principal rival, Marco Antonio, a quien se describía en la Urbs como un Hércules ebrio abandonado a los placeres orientales e hipnotizado por los encantos de Cleopatra. Perfeccionando su idiosincrasia manipuladora, decidió pagar a su ejército con las monedas incautadas a su enemigo: mediante una hábil relectura de las acuñaciones, las legiones de Antonio representadas a través de águilas y barcos de guerra abandonaban ahora a su general y llegaban para engrosar las filas del Estado romano.
El joven y mortífero caudillo de las guerras civiles tuvo la habilidad para transformarse en el "padre de la patria". No solo logró el poder personal y monárquico que asustaba a los romanos, sino que logró que sus propios conciudadanos se lo entregaran. Proclamó, además, el regreso de la moral religiosa tradicional que se había difuminado en los últimos compases de la República y reconstruyó ochenta y dos templos de la ciudad en ruinas. Augusto, el salvador de Roma, el elegido.
Débil salud
Se conservan más imágenes de Augusto que de ninguna otra persona del mundo antiguo, pero la gran mayoría responden a un canon idealizado. Así lo retrata Suetonio, que empleó fuentes hostiles al princeps: "Tenía los dientes separados, pequeños y desiguales; el cabello, ligeramente rizado y tirando a rubio; las cejas, juntas; las orejas, medianas: la nariz, prominente en la base y recogida en la punta; la tez, entre morena y blanca; y la estatura, pequeña". Esta última característica llegó a ser un verdadero problema, ya que tuvo que usar alzas en público para parecer más alto.
Gozó Augusto de una "débil salud de hierro": era terriblemente friolero y de naturaleza enfermiza. En varias ocasiones estuvo al borde de la muerte: durante las guerras cántabras, por ejemplo, un rayo fulminó al esclavo que le acompañaba. Se salvó, más por azar y fortuna que por planificación, de acabar asesinado por veteranos amotinados o ciudadanos descontentos. También se arrodilló a la superstición: no emprendía ningún viaje el día siguiente a la celebración del mercado semanal y evitaba tratar cualquier asunto los días cinco o siete de cada mes.
El espíritu camaleónico lo desplegó asimismo en su vida amorosa. A su esposa, Livia, la primera mujer en la historia de Roma que realmente tuvo poder, se la robó a un magistrado de la familia Claudia y luego la engañaría con numerosos adulterios. Era el hombre que al mismo tiempo reivindicaba para el pueblo romano las virtudes del matrimonio, el que exilió a su hija, su nieta y su nieto y le dijo a otros que debían criar familias tradicionales. En su monumental biografía sobre Augusto (La Esfera de los Libros), Adrian Goldsworthy resume que "si hay una tendencia, esta es que en general su conducta mejoró según se fue haciendo mayor".
Sobre el emperador han sobrevivido multitud de anécdotas, chistes contados o protagonizados por él mismo e incluso una obra, la Res gestae, en la que recopiló ya en sus últimos años de vida un listado de sus logros y honores. No emerge ahí el caudillo que ascendió al poder absoluto derramando sangre, sino la historia del verdadero artífice de la reconstrucción del esplendor y el poderío de Roma. Octavio Augusto, el gran propagandista que se disfrazó de modelo virtuoso e impoluto.
Origen del nombre del mes
Al igual que Julio César, el princeps recibió el honor de que un mes fuera bautizado con su nombre. Algunos querían que fuera septiembre para conmemorar su nacimiento, pero él prefirió elegir el anterior, cuando se convirtió en cónsul por primera vez y consiguió tantas victorias. Sextilis, el sexto mes del antiguo calendario romano, y el octavo en el juliano, que contaba con 365 días y seis horas —solo se cometió un error de diez minutos y cuarenta y ocho segundos que sería subsanado en el siglo XVI por el papa Gregorio XIII—, se convirtió en Augustus, el actual agosto.