La memoria de una guerra es una complejísima suma de experiencias y recuerdos individuales. Hay víctimas, victimarios, victimarios que después se disfrazan de víctimas... Las imágenes se multiplican si el escenario escogido conduce a la II Guerra Mundial, y más todavía si el objetivo se centra en el frente del este, donde entre junio de 1941 y mayo de 1945 contendieron más de cuarenta millones de personas, casi la mitad del total de movilizados durante la contienda.
Indagar en las diversas modalidades de memoria pública y privada de la guerra germano-soviética o la Gran Guerra Patriótica y en su evolución desde la conquista de Berlín por el Ejército Rojo es el vertiginoso ejercicio al que se enfrenta Xosé Manoel Núñez Seixas en Volver a Stalingrado (Galaxia Gutenberg). El historiador, experto en la investigación de los nacionalismos, la historia sociocultural de la guerra y la memoria de las dictaduras y los pasados violentos, arma un sugerente y novedoso estudio panorámico que analiza todas las memorias de los países beligerantes de forma comparativa e integrada.
Pregunta. La hipótesis del libro es que no existe un patrón europeo del recuerdo del frente del este. ¿Cuáles son los puntos comunes y los que generan mayor fricción?
Respuesta. Hay un consenso en las cuestiones secundarias, en la fascinación por el frente del este como un escenario de batallas apocalípticas en un medio natural inhóspito, condiciones climáticas extremas, con grandes pérdidas humanas para ambos bandos, donde hay heroísmo y vileza al mismo tiempo, donde en el frente se combate a muerte y en la retaguardia se cometen grandes masacres. Pero el resto son divergencias. En algunos lugares hay una memoria centrada en las víctimas; en otros, una memoria todavía centrada en los héroes.
En Rusia se mantiene un recuerdo positivo en el fondo de la Gran Guerra Patriótica como gran hazaña colectiva. En Alemania se ve no solo como un gran fracaso, sino como un gran exponente de culpa, pero con un paradigma victimista. En Italia se hace de la derrota, de la retirada, una súper victoria. Y en los países exsoviéticos se ve una suerte de doble invasión en la que la propia nación habría sufrido un martirio.
P. Señala las dificultades de las historiografías, sobre todo la rusa y la alemana, para esbozar un mínimo denominador común. ¿Qué es necesario para alcanzar una memoria colectiva consensuada?
R. Los historiadores alemanes han privilegiado la perspectiva de la Nueva Historia Militar, la historia social y cultural de la guerra, poner el acento en las víctimas, tener una actitud crítica hacia los propios mitos heredados. Esto no es algo que no exista en la historiografía rusa académica, pero sigue muy presente el aliento épico, sigue habiendo grandes problemas a la hora de investigar las zonas de sombra del gran esfuerzo soviético. Por ejemplo, los millones de muertos que causaron las decisiones equivocadas de Stalin o las dimensiones de la represión de masas en la retaguardia. Esto se aprecia en el Museo Germano-Ruso de Karlshorst, en Berlín.
P. Una de las ideas más inquietantes, que además vertebra el libro, es la de ese péndulo de la memoria que ha oscilado entre los polos opuestos de Auschwitz y Stalingrado. ¿Minimizar, en las primeras décadas de la posguerra, las cámaras de gas con el sufrimiento de los soldados alemanes en el frente del este no fue totalmente amoral?
R. Fue una suerte de escapismo moral. Hasta al menos los años 80 hay una suerte de síndrome de Stalingrado. Hay autores que hablan de una generación cercada en el caldero. Alemania Occidental cultivó con fruición desde 1949 una memoria victimista, según la cual los nazis habían sido una minoría y la Wehrmacht, como ejército regular, se había portado de forma mayormente honorable y había sucumbido por la gran superioridad material del enemigo. También señalaron las penalidades del cautiverio, las violaciones de 1945, que habían sido víctimas de sus propios dirigentes y de los bombardeos aliados... y las propias víctimas provocadas por el Tercer Reich en el este se camuflaban bajo el manto del ojo.
P. Pero el paradigma ha cambiado...
R. Hace dos años hablaba con un colega cuyo suegro era uno de los últimos supervivientes del cerco de Stalingrado. Me decía que le resultaba imposible hacerle entender que cada día que ellos resistían se gaseaban 10.000 o 20.000 judíos en Auschwitz o en otros campos. De manera indirecta, y quizá sin saberlo, estaban contribuyendo a ello a pesar de defender que lucharon de forma honorable. Esto empieza a abordarse más seriamente en la historia pública alemana en los años 90. En la RDA se había partido de la base de que no era responsable de lo que hubiese hecho el Tercer Reich y que el cautiverio soviético, la derrota, había sido una experiencia taumatúrgica. Es decir, había generado una regeneración moral del pueblo alemán.
P. Ahora al visitar Berlín la sensación es de zambullirse en paisaje de culpa total, con la Topografía del Terror como ejemplo más evidente.
R. En la conciencia crítica alemana pesa un factor, y es que buena parte de las víctimas del nazismo lo fueron en otros países. Alemania no solo tiene una responsabilidad hacia sí misma, sino que la tiene hacia el conjunto de Europa, y de manera muy particular hacia el este. Es cierto que también está el tema de la conciencia, que a veces obliga a mirar hacia otro lado cuando desde Rusia o Ucrania hay narrativas no tan críticas. Aunque ahora mismo la justicia mayoritaria de Alemania es de simpatía con Ucrania, les cuesta mucho aceptar las declaraciones del embajador ucraniano defendiendo a Stepán Bandera o a la Organización de Nacionalistas Ucranianos (OUN) y diciendo que los alemanes están equivocados porque siguen muy presos del complejo de culpa hacia la URSS.
"La invasión de Ucrania va a acentuar más la política de eliminación del pasado soviético de los países de Europa oriental"
P. Además del mito de la Wehrmacht, ¿qué otros perviven hoy en día sobre el frente del este?
R. En Alemania la política crítica de la memoria ha dado bastantes frutos. En Rusia es una memoria muy familiar. Casi cada familia ha tenido un abuelo o un bisabuelo muerto en la guerra. En una casa de gente de clase media de San Petersburgo vi que en invierno no se podía usar una terraza exterior porque había una ventana rota. Fue consecuencia de un bombardeo alemán en 1942 y se había quedado ahí como advertencia. Las apelaciones a la Gran Guerra Patriótica tienen influencia porque siguen ahondando en heridas familiares.
En Italia ocurre con el mito de la gran retirada y los Alpini, hasta el punto de que el Senado debatió el pasado abril sobre crear un día nacional de los alpinos y conmemorar su supuesta gesta heroica en el este, porque lo que imperaba era el discurso victimista, de los soldados que habían perecido víctimas de la injuria de sus oficiales, del asedio soviético y del desprecio de Alemania. En Finlandia los cementerios civiles están llenos de monumentos a los caídos en la guerra. Es una memoria omnipresente que afectó a buena parte de la población.
P. La Gran Guerra Patriótica en Rusia supone una alargada sombra que ha combinado momentos de exaltación con otros de olvido. Putin ha convertido esta memoria en uno de sus pilares ideológicos. ¿Pero cuál es la verdadera relación del pueblo con estos hechos?
R. Las encuestas muestran una realidad cotidiana: precisamente por esa profunda imbricación familiar de la memoria los rusos de forma mayoritaria están muy orgullosos de la victoria en la II Guerra Mundial. Si se rasca un poco, todos son conscientes de los sacrificios que hubo que pagar. Pero para ellos es el gran hecho, la gran contribución de Rusia a la historia de la humanidad, la idea de que liberaron a Europa del fascismo. Que después esa liberación sirviese para anexionar territorios e imponer regímenes totalitarios es otra cosa que no siempre se ve.
Esto ha llevado también una cierta revalorización de la figura de Stalin, no como dictador cuyo régimen se añora, sino como una personalidad fuerte que puso a la Unión Soviética en el mundo. Estos elementos siguen estando muy presentes y por eso también se apela a ellos, porque es el cemento más efectivo. En cambio, apelar a la Revolución de Octubre o a la guerra civil, divide. En la victoria está todo el mundo de acuerdo. En los sufrimientos de la victoria no todo el mundo está de acuerdo, pero eso siempre queda un tanto oscurecido por el resultado final.
P. ¿La invasión de Ucrania está abriendo un nuevo capítulo en la (re)formulación de esta memoria sobre el frente del este? Estonia, por ejemplo, ha anunciado que va a eliminar todos los monumentos soviéticos.
R. Esto es una tendencia que venía de antes, como la Ley de Descomunización de Ucrania de 2015, que deja fuera, ojo, los memoriales a los caídos del Ejército Rojo. Es una imitación de leyes anteriores que se habían aprobado en otros países. El territorio de la antigua Alemania Oriental está lleno de monumentos a los liberadores soviéticos y si cruzas la frontera polaca ya no hay nada. Creo que esto va a acentuar más la política de eliminación del pasado soviético de los países de Europa oriental.
En Ucrania parece que los nacionalistas que defendían el blanqueamiento de Stepán Bandera se están replanteando qué valencia dar a esos símbolos de su pasado porque se dan cuenta de que en Occidente no ayudan a su causa. Es posible que ahí haya algún tipo de reformulación cívica. En Rusia, mientras siga Putin, el uso estratégico de la memoria de la guerra va a continuar. Pero quien venga va a tener difícil despegarse de ella. Está arraigado en el pueblo y es un símbolo de unión.
P. ¿Qué hay que hacer con los monumentos controvertidos?
R. Yo soy más bien partidario de contextualizar, de resignificar. Puedo entender que, por ejemplo, las estatuas a los liberadores soviéticos en pequeños pueblos de Eslovaquia o de Polonia puedan parecer ofensivos en el sentido de que evocaban a lo que se conocía como monumentos al violador. Pero también es cierto que son monumentos a caídos, que en muchos casos rememoran a víctimas militares y se puede recordar a las civiles buscando fórmulas de consenso. Lo que impera en la política de la memoria europea de esos años es un paradigma postheroico, salvo en Rusia y Finlandia.
P. Más allá de los monumentos y la política de memoria estatal, la cultura ha desempeñado un papel importante en este campo de batalla. ¿Qué conclusiones arrojan la literatura y el cine sobre las visiones existentes en torno al recuerdo del frente del este?
R. La literatura y el cine han sido, sobre todo en la segunda mitad del siglo XX, grandes amplificadores y creadores de potentes imágenes. El síndrome de Stalingrado no se entiende sin una serie de escritores como Heinrich Gerlach que crearon imágenes literarias potentes y sin los cineastas que les pusieron expresión visual. Han sido exponentes de una cierta memoria comunicativa que luego ha influido en las memorias estatales. También han abierto rendijas, espacios de libertad, particularmente en la URSS, donde los grandes complejos memoriales exponían una narrativa oficial del partido —el trato a los desertores, los prisioneros de guerra que regresaban, los veteranos amputados que no tenían casa—. Muchas veces pensamos que la censura en las dictaduras lo ve absolutamente todo, pero no es así.
P. Respecto a los voluntarios de la División Azul, el franquismo no los celebró hasta los años 50, y lo hizo como héroes antibolcheviques. Hoy todavía tienen calles y les rodea cierto halo de romanticismo. ¿Ha existido cierta condescendencia con ellos?
R. Existe bastante condescendencia con ellos. Por la División Azul pasó mucha gente: fascistas fanáticos, universitarios que escribieron mucho, jornaleros agrícolas... Eso ha permitido que el recuerdo la División Azul, desde mi punto de vista, sea muy disperso, tenga muchas valencias y sobre todo haya tenido cierta capacidad de impregnar en diversos sectores. En la izquierda también caló bastante hondo la leyenda benigna de la División Azul, que sin duda se portaron mejor con la población civil que los alemanes y no estuvieron involucrados de manera activa en el Holocausto, aunque sí contemplaron y callaron, salvo excepciones, algunos de sus episodios.
Pongo un ejemplo, he tenido la ocasión de conocer y tratar al hijo de Enrique Líster, que vive en Poitiers y es catedrático de Lenguas Eslavas. Por la retirada de la Guerra Civil se crio en la URSS, Chequia y Francia. Mantiene su fidelidad al mito de la Gran Guerra Patriótica, pero una vez le pregunté en qué términos se hablaba, cuando estaba en el Komsomol o con los niños de la guerra españoles, de la División Azul y del buen comportamiento de sus soldados. Y me dijo: "No tengo ninguna duda de que es cierto". Por eso creo que hay una cierta reticencia a ver el tema de la DA no como una historia exclusivamente española, sino a verla en términos comparativos; que esos discursos de doble victimismo y del concepto de superioridad cultural hacia los rusos son exactamente los mismos que los de los italianos.
"Alemania no solo tiene una responsabilidad hacia sí misma, sino que la tiene hacia el conjunto de Europa"
P. ¿Son los crímenes del nazismo y el estalinismo equiparables?
R. Ambos regímenes fueron criminales. Si no hubiera existido el nazismo diríamos que el estalinismo fue el régimen más criminal de la historia. Las lógicas fueron distintas. El estalinismo, que tenía ya sus raíces con mecanismos totalitarios de los tiempos de Lenin, fue la degeneración dictatorial y perversa de una utopía igualitaria. Lo que ocurre es que se consideraba que para llegar a esa utopía igualitaria hacía falta una enorme ingeniería social, y que el único medio para conseguir eso era la violencia de masas que los bolcheviques aprendieron en la guerra civil rusa. Perseguía no necesariamente eliminar a colectivos enteros por su naturaleza, sino en parte, reeducarlos y convertirlos mediante mecanismos brutales.
El nazismo para sus oponentes biológicos solo preveía un destino: la extinción ordenada y sistemática. No preveía una sociedad igualitaria, sino una jerarquizada en la que hubiera amos y señores. El mecanismo era simplemente eliminar a X millones de personas que no son racialmente sanas. Y después tenemos que someter a los pueblos eslavos a la esclavización hasta los Urales en la que la mitad deben perecer y la otra mitad deben servir como esclavos. Es una diferencia tipológica clara.