La escritura más duradera y estable de la historia se ha inventado en China. El chino de la actualidad es casi el mismo de las primeras inscripciones de hace 3.200 años y el único sistema del mundo que todavía se utiliza para anotar la lengua para la que fue creado. Esos primeros testimonios se han documentado en caparazones de tortugas, omóplatos bovinos y objetos de bronce sepultados en una serie de tumbas concentradas en la capital de la dinastía Shang, en Anyang.
La más rica de todas se descubrió en 1976 y pertenecía a una mujer formidable: Fu Hao, una de las sesenta y cuatro esposas del rey Wu Ding. Pero no una cualquiera: por las inscripciones y las armas halladas en su enterramiento intacto se sabe que era comandante en jefe del ejército y lideró a 13.000 soldados en varias campañas. Todavía más importante fue su papel como adivina del soberano, y ese es precisamente el contexto del nacimiento de la escritura china. En los caparazones se grabaron las fechas, los protagonistas y los resultados de las prácticas adivinatorias de la corte real y la capa más alta de la sociedad.
Pero la escritura, según la versión oficial, nació en Mesopotamia en la Edad del Bronce, a finales del IV milenio a.C., y lo hizo a partir de guijarros antiquísimos —"tokens", fichas de diversas formas geométricas— que se remontan 10.000 años atrás. Fue en Uruk, la ciudad más antigua de la historia, donde emergió el protocuneiforme y sus símbolos combinados mediante esquemas iconográficos, que unos siglos más tarde, ya en el periodo Jemdet Nasr, más al norte, se mezclaron con números. Su función era mantener la maquinaria burocrática mesopotámica, la administración del palacio. La lengua como poder de control.
En esta carrera también tiene algo que decir el Egipto predinástico, el de antes de los faraones. En la necrópolis de Umm el Qaab, cerca de Abydos, se han descubierto una serie de símbolos que aparecen en vasijas, sellos o en unas trescientas etiquetas de marfil perforadas para ser atadas con cordones. Son similares a los jeroglíficos egipcios pero anteriores: datados hacia el año 3320 a.C. El sistema parece tener su propia racionalidad y coherencia, y muchos expertos ven ahí un esbozo de lenguaje que podría alterar la clasificación y destronar a Mesopotamia del primer cajón del podio.
Falta todavía un continente en la ecuación, América. En el istmo de Tehuantepec, en el sur de México, se desarrolló hacia finales del Periodo Preclásico el "istmeño", la primera escritura del Nuevo Mundo, compleja, que codificaba textos largos, pero un sistema que sigue sin ser descifrado. Fue una suerte de precedente del maya —los signos son muy parecidos— y de sus glifos tallados en estelas de piedra, altares, paneles, etcétera, que hasta hace solo medio siglo se veían como dibujos planos, sin fonética.
A preguntas como cuántas veces ha sido inventada la escritura y cómo se puede establecer esto con cierto grado de probabilidad trata de dar respuesta Silvia Ferrara, profesora de Filología Micénica de la Universidad de Bolonia, en La gran invención (Anagrama). Si del título ya se desprende la importancia que la autora atribuye a esta creación en la escala de las revoluciones de la humanidad, la lectura del ensayo divulgativo, escrito con un sorprendente coloquialismo aunque sin perder el pulso erudito, enfrenta a llamativos descubrimientos, preguntas inquietantes y paradójicos escenarios futuros: la tiranía del emoji no deja de ser un regreso a los orígenes icónicos de la expresión escrita.
Ferrara, que es directora de INSCRIBE, un proyecto que investiga la invención de la escritura combinando la lingüística, la arqueología, la antropología, la percepción visual y los estudios cognitivos, recuerda que existen en el mundo cerca de una docena de escrituras antiguas que todavía no somos capaces de leer ni de entender, indescifrables.
La isla de Creta, donde concentra parte de su trabajo, esconde cuatro de ellas: el jeroglífico cretense, "las primeras inscripciones de Europa", documentadas en una necrópolis de hace 4.000 años; la lineal A, un silabario con aproximadamente noventa signos y una serie casi infinita de logogramas; la lineal B, que registra un dialecto griego muy arcaico; y el disco de Festo. Esta misteriosa pieza de arcilla cocida, hallada entre los vestigios de un gran palacio minoico, ha sido interpretada como una falsificación o una suerte de juego de la oca, pero cuenta con doscientos cuarenta y dos signos impresos en secuencias de palabras bien separadas y no arbitrarias. Es un verdadero lenguaje escrito, un unicum que hasta el momento conduce a un callejón sin salida.
Las páginas dedicadas a los sistemas aún no descifrados son las más fascinantes del libro, que también homenajea a descubridores como Jean-François Champollion y su Piedra Rosetta, un hito del que se acaban de cumplir dos siglos.
La lista de enigmas va desde el manuscrito Voynich, un libro de doscientas páginas minuciosamente ilustrado con imágenes fantásticas —flores y plantas quiméricas, siluetas de mujeres desnudas, un gran despliegue de diagramas alquímicos—, con apariencia de enciclopedia encriptada de la ciencia del siglo XV; hasta el rongo-rongo de la remota isla de Pascua, quizá la más misteriosa. Se trata de unas tablillas de madera con incisiones de una abigarrada serie de signos que se lee en zigzag por intervalos —la segunda línea tiene los signos boca abajo de la primera y hay que darle la vuelta—. Es un logo-silabario seguramente relacionado con la lengua rapanui actual y cuya razón de ser parece el sustrato de la isla, los petroglifos de criaturas marinas y figuras de aves-hombres.